El atrevimiento civil de la revista ‘Ínsula’
Víctor García de la Concha destacó el hispanismo literario de sus páginas y consolidó sus suscripciones
En 1946, cuando España estaba rota en dos y una de ellas, la republicana, vivía el exilio americano, un grupo de amigos capitaneados por el profesor Enrique Canito puso en marcha en una librería de Madrid la revista Ínsula. Fue un puente de palabras entre los que se quedaron en el interior y los que mantenían en el exilio la cultura del país que debieron abandonar. Un atrevimiento: hacer convivir en los quioscos de España los nombres de Antonio Machado y de Vicente Aleixandre, la diáspora y la resistencia de un país marcado por una zanja de sangre. Ahora, setenta y cinco años después, aquel abrazo contra el olvido que constituyó Ínsula sobrevive arrostrando las sucesivas amenazas de cierre que, ya en época democrática, pende en España sobre las revistas culturales. Ya estuvo a punto de zozobrar en 1983, pero Espasa Calpe (que fue luego adquirida por Planeta, que la sostiene) y Víctor García de la Concha la mantuvieron a flote. El que luego sería director de la Academia de la Lengua estuvo a su frente veinte años, “rescatando un símbolo de la cultura española muy querida, además, por el mundo universitario de las dos orillas”. De La Concha subrayó de Ínsula el hispanismo literario, consolidó sus suscripciones y puso en pie de nuevo “un emblema de fidelidad histórica a un símbolo que no podía perecer”. Tras esa época de reconstrucción se puso al frente Carlos Álvarez Ute, prematuramente fallecido, y desde hace quince años la dirige Arantxa Gómez Sancho, en cuyo tiempo aparece el número 889 con el que la vieja revista resucitada cumple sus 75 años. Para Arantxa, Ínsula es ahora su desvelo, hasta el punto que, cuando hablamos con ella esta semana, acababa de soñar que José Luis Cano, el compañero de Canito en aquella aventura, le decía: “Con Ínsula seremos mejores”.
“Fue un puente con el exilio”, dice Arantxa… Enrique Canito y José Luis Cano eran leyenda en la historia literaria de aquellos años, pues en torno a ellos se juntaron “la España heterodoxa y liberal y la España del exilio”. El número que conmemora ahora (“y a todo color, algo que ya no puede ser frecuente”) combina una nomenclatura que abre los ojos a todo el siglo XX, desde Juan Ramón a Rubén Darío, desde Alberti a Lorca. Atentos a la literatura extranjera (Valèry y Rilke estaban en su número 1, con un cuento de Carmen Laforet), no descuidaron la comunicación de lo que hacían también los hispanoamericanos y los españoles del interior, cuya voz, sin Ínsula, hubiera sido un eco deslucido. De la Concha recogió ese testigo, amplió las suscripciones en las universidades extranjeras y la hizo flotar como si aquel barco velero de 1946 fuera un reactor que desembarcara cada mes en las universidades del mundo. La crisis de 2008 (y sucesivas) cortó subvenciones hasta dejarlas en una miseria e, igual que ha pasado con otros emblemas del mismo carácter, ahora Ínsula sobrevive con la calderilla que el Estado otorga a publicaciones así, sea cual sea la apuesta de su tradición.
Un poema de Joan Margarit, inédito hasta ahora, resume la época en que nació Ínsula y de la que proviene el último Cervantes: “De la pobreza viene mi alegría”. Contra viento y marea, desde los tiempos en que escribir y publicar era llorar en un desierto, Ínsula sobrevive como un sueño de Cano y de Canito, dice Arantxa, “para transmitir desde hace 75 años el atrevimiento civil de pedir respeto por el otro”.
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