Retrato de un desconocido
En aquel número de ‘Conoscenza Religiosa’ que me prestó Ramón Gaya unos poemas me deslumbraron: iban firmados por un tal Enrique de Rivas
Debo agradecer mucho a la vida, y nunca es tarde para saldar esa hermosa deuda. Qué suerte haber contado y contar con los amigos y las amigas que tuve y tengo. No todos pueden decir lo mismo, más aún hoy, cuando los amigos parecen sujetos a convenciones que nada tienen que ver con la sana y desprejuiciada amistad.
Acaba de írsenos un ser singular, un amigo entrañable, un tierno cascarrabias. Un amigo con quien los tres Pre-Textos compartimos tantas andanzas. Su poliédrica personalidad fue apocada, aunque resulte paradójico, por su insigne ascendencia. Enrique de Rivas fue hijo de Cipriano de Rivas Cherif, escritor y gran animador cultural, y sobrino de Manuel Azaña. Tales nombres significantes de nuestra historia del siglo XX, unidos a su común y dramático destino, el del exilio republicano español, proyectaron sobre su obra y vida una sombra. Si le añadimos la asunción de ser el cerrado defensor del legado intelectual de su tío y del de su padre, tenemos las causas que arrumbaron su singular obra.
Debo mi larga amistad con Enrique de Rivas a Ramón Gaya. Cuántas felices tardes compartí con ellos y Cuca Verdejo en el estudio romano del pintor, quien me puso sobre su pista al prestarme un número de Conoscenza Religiosa, revista donde ambos colaboraron junto a otros destacados intelectuales italianos y europeos. Muchos de ellos —Italo Calvino, Natalia Ginzburg, Elena Croce, Elémire Zolla, Cristina Campo, Nicola Chiaromonte o el argentino H. A. Murena— fueron amigos y compañeros de empresas culturales en defensa de las libertades conculcadas por los totalitarismos de derechas y de izquierdas. Baste recordar dicha revista o la publicación Settanta, en la que fue asiduo colaborador, para corroborarlo.
En aquel número, unos poemas me deslumbraron: iban firmados por un tal Enrique de Rivas. Al devolvérsela a Ramón, quise saber de aquel poeta de apellido de resonancias míticas. Me desveló su identidad y que había sido uno de sus mejores amigos en sus solitarios años romanos, animándome a conocerlo. Lo de convertirme en su editor llegó enseguida, cuando publicamos Como quien lava con luz las cosas, su primer libro editado en España.
Luego nos frecuentamos bastante, en Roma, donde vivía, en Madrid o Valencia. Durante años, recuperó la Navidad junto con nuestras respectivas familias. Todavía recuerdo que me confesó melancólico que aquellas celebraciones familiares le habían retrotraído a su infancia madrileña y su casa, arrebatadas tras la Guerra Civil. Bajo su apariencia de despistado profesor se ocultaba un ser muy tierno del que, como buen español, no hacía ostentación. Fue un excelente conversador que narraba el pasado como un viviseccionador de la realidad y sin el cainismo patrio.
Recordamos vívidamente un recorrido alucinante, guiados de su mano, por la Roma mitraísta, recorrido que reproducía el realizado lustros atrás acompañado por su amiga María Zambrano. Varias veces compartimos mesa en su casa del Vicolo della Campanella, muy cerca del Ponte Sant’ Angelo, que en tantas ocasiones cruzamos juntos en nuestros largos paseos nocturnos por Roma, ciudad que Enrique conocía muy bien.
De hecho, su segundo libro publicado en España en Pre-Textos, Fastos romanos, refleja ese amor por la ciudad que lo acogió hasta que lo sorprendió la enfermedad que ha acabado con él en su otra ciudad de adopción, la de México, hace unos días.
Endimión en España, que escribió tras su reencuentro con la patria arrebatada, o Cuando acabe la guerra, que escribió animado por Manuel Andújar e iba a publicar una reputada editorial madrileña, pero que al final fue rechazado porque Enrique no se avino a cambiar por oportunismo los sustantivos “tío” o “padre” por los nombres de Azaña o Cipriano de Rivas Cherif, constituyen su autobiografía escrita.
Con Enrique de Rivas muere una España y un modo de entender la lealtad que ya no regresará y que nos tocará, a quienes quedamos, defender con sensatez, amor y firmeza por el bien de nuestra pacífica convivencia futura al margen de nuestra insepulta y odiosa guerra fratricida.
Babelia
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