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IDA Y VUELTA
Crónica
Texto informativo con interpretación

España y la ciencia de espectros

La memoria nacional ­preserva mejor a los conquistadores que a los sabios empeñados en la búsqueda del conocimiento

Paseo del Prado Madrid
Fachada del Museo del Prado, junto al Paseo del Prado en Madrid.
Antonio Muñoz Molina

Juan Pimentel ha encontrado una metáfora perfecta para la historia de la ciencia española: es, en gran medida, una historia de fantasmas, un catálogo de aparecidos y desaparecidos, un museo quimérico en el que muchos muros y salas enteras están vacíos, porque no queda nada de las figuras y las imágenes que debieron ocuparlos. Hasta el Museo del Prado, por debajo de su resplandor visible y canónico, es también como esos caserones de otro siglo en los que no hacen falta artilugios de parapsicología para detectar presencias abolidas, sombras errantes que no tienen descanso porque no recibieron la adecuada sepultura, o porque el paso del tiempo no ha extinguido las consecuencias de la desgracia que las fulminó. Pimentel se define a sí mismo, en la primera página del libro, como un “historiador de la Ciencia fascinado por las imágenes”. Pero, dada su inclinación a los fantasmas, las imágenes que más le fascinan son las que ya no pueden verse, del mismo modo que la parte de la historia española sobre la que escribe con mayor erudición y apasionamiento es la que no llegó a suceder. Dice Ortega y Gasset que España es un país de proyectos en ruinas. Incluso en los que de un modo u otro llegaron a cumplirse, Pimentel detecta ruinas sumergidas.

Las cosas, las personas, los lugares desaparecidos se vuelven más fantasmales todavía cuando ni siquiera se puede recordar o imaginar cómo fueron

Yo sabía vagamente que el edificio del museo fue concebido para alojar en él un Gabinete de Historia Natural. No sabía lo que explica Pimentel: que en él iba a instalarse también una Escuela de Mineralogía, un laboratorio de química, una Academia de Ciencias. Uno no se da cuenta de hasta qué punto lo que ignora es ilimitado. Ese Gabinete de Historia Natural provenía de una colección asombrosa, reunida por un ilustrado criollo, Pedro Franco Dávila, nativo de Guayaquil, que se había hecho rico en el comercio del cacao y había pasado 20 años en París formándose con los naturalistas y los enciclopedistas. En el Gabinete había “colecciones de corales, peces y esponjas de las islas Baleares y del Caribe; minerales y fósiles de Chile, Perú y el Río de la Plata (entre ellos, el megaterio, el primer vertebrado extinto reconstruido en un museo de historia natural)”. El legado de Dávila había estado expuesto en la segunda planta de la Academia de San Fernando: las ciencias y las artes compartían un mismo espacio y formaban parte de un proyecto común de conocimiento y progreso, un impulso civilizador para un país atrasado al que era preciso dotar de instituciones que lo vivificaran: junto al Gabinete de Historia Natural, la Escuela de Mineralogía, el laboratorio de química, la Academia de Ciencias, estaba también el Jardín Botánico, el observatorio astronómico, la Escuela de Medicina, el hospital de San Carlos.

Para el observatorio, alojado en el bello edificio neoclásico de Villanueva, se compró uno de los telescopios más avanzados que fabricaba en Inglaterra Herschel, el descubridor del planeta Urano. En pocos años, la mayor parte de aquel proyecto era una gran ruina. Las tropas francesas instalaron sus cuarteles y sus caballerizas en las galerías del edificio abandonado donde el Gabinete nunca iba a instalarse. El telescopio de Hers­chel fue destrozado a hachazos. Del aspecto que tendrían las colecciones de Dávila en la Academia de San Fernando no sabemos nada: no hay grabados, ni dibujos, ni una sola imagen.

Las cosas, las personas, los lugares desaparecidos se vuelven más fantasmales todavía cuando ni siquiera se puede recordar o imaginar cómo fueron. La memoria española preserva con mucha más eficacia los nombres y las efigies de conquistadores o de místicos alucinados que los de los sabios empeñados en la búsqueda del conocimiento, o los de reformadores pragmáticos que ayudaron a mejorar la vida de las personas. Hay muchas estatuas y muchos libros dedicados a Hernán Cortés: hasta que lo he encontrado en el libro de Pimentel, yo no sabía nada del médico Francisco Hernández, que dirigió entre 1571 y 1577 la primera expedición científica del mundo, a través de lo que entonces se llamaba la Nueva España. Tenía 55 años y una energía más temible que la de un conquistador. Para contar sus aventuras incruentas, Pimentel se contagia de un fervor narrativo como de cronista de Indias. Hernández reclutó una tropa de “herbolarios, escribanos, pintores e intérpretes” para cumplir el objetivo que le había encargado el rey Felipe II: explorar y catalogar los recursos naturales de aquel territorio inmenso; todas las plantas, especialmente las medicinales y nutritivas; los animales, los minerales, los venenos y sus antídotos, las antigüedades conservadas en códices nativos y en relatos orales. En medio de aquel empeño desatinado, a Hernández parece que le dio tiempo a ir traduciendo los 37 libros de la Historia Natural de Plinio. Traducía del latín y averiguaba a través de intérpretes los nombres autóctonos de animales y plantas; supervisaba los dibujos que ilustrarían las páginas de una obra que ya era inmensa mucho antes de ser terminada.

En 1566, Hernández mandó a España el resultado de sus investigaciones: 20 libros de plantas, 5 de animales, 1 de minerales; y también “2 grandes arcas que contenían 68 talegas de simientes y raíces, más de 8 barriles y 4 cubetas con árboles y yerbas, productos destinados a ser examinados en la botica escurialense e incluso trasplantados en su jardín botánico”. Yo era consciente de las colecciones de arte y hasta de reliquias innumerables de santos que se guardan en El Escorial: no sabía que también hubo un espacio dedicado a exponer los tesoros de historia natural enviados por Francisco Hernández. El maleficio de la invisibilidad es tan persistente como el del desastre: Hernández murió pobre y olvidado; de todos los conocimientos y las imágenes que había recolectado, solo una pequeña parte se llegó a publicar; y aquella colección prodigiosa que se exhibía en El Escorial fue destruida en el incendio de 1671.

Dos siglos después de Francisco Hernández, José Celestino Mutis repite en parte su destino de sabiduría, perseverancia y desastre. Su Flora de Bogotá, recopilada a lo largo del último tercio del XVIII, es probablemente el catálogo botánico más rico y de mayor belleza plástica que ha existido nunca: sus miles de láminas, preservadas casi por milagro en el Botánico de Madrid, nunca llegaron a publicarse.

Hay más fantasmas, más tesoros sumergidos, más vidas y hazañas científicas malogradas en parte o por completo en este libro. Uno lo termina con una sensación doble de melancolía y gratitud: la melancolía de las oportunidades perdidas, la gratitud hacia un historiador que al revelarnos tantas aventuras admirables del conocimiento nos hace entrever otra historia posible de un país no necesariamente destinado al oscurantismo.

Consigue ‘Fantasmas de la ciencia española’

Autor: Juan Pimentel.
Editorial: Marcial Pons, 2020.
Formato: 416 páginas. 26,60 euros.


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