El gabinete del monarca ilustrado
El Museo Nacional de Ciencias Naturales cumple 240 años con un homenaje a Carlos III, el rey que lo fundó
Los osos panda, el extinto lobo marsupial, el calamar gigante, la jirafa africana y el enorme elefante asiático, que llegó en 1773 como regalo del gobernador de Filipinas al rey Carlos III, están muy quietos y en silencio… porque están disecados. Del majestuoso mamut solo se muestra el esqueleto. La réplica del tiranosaurio rex hace millones de años que no siembra el terror. Sin embargo, por la mañana hay algo de ajetreo en el Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN): el generado por los visitantes (fueron unos 250.000 el año pasado), en gran parte excursiones de colegios, pero también por esa actividad menos visible que más de 70 investigadores de Consejo Superior de Investigaciones Científicos (CSIC) llevan a cabo en las instalaciones en multitud de disciplinas, del cambio climático a la paleontología, la ecología o la biodiversidad.
Hubo un momento de la historia en el que el ser humano comenzó a fijarse en esos seres vivos con lo que compartía el planeta, a recolectarlos por los más recónditos rincones de la Tierra, a estudiarlos y clasificarlos. Fue en ese momento de auge de la curiosidad cuando comenzaron a crearse gabinetes y museos de historia natural. Se cumplen por estas fechas los 240 años de la apertura de puertas de este museo, que continúa en plena efervescencia, multiplicando su actividad (las siete exposiciones permanentes se complementan con un continuo flujo de temporales), tratando de llegar a nuevos públicos y moviéndose por las redes sociales para obtener mayor repercusión. Imaginando actividades novedosas, como acampadas familiares en el museo, a ver si los animales cobran vida de noche, como en las películas.
Con motivo del aniversario, y aprovechando también el tercer centenario del nacimiento de Carlos III, el centro ha inaugurado recientemente la exposición Una colección, un criollo erudito y un rey: un gabinete para la monarquía ilustrada (hasta el 9 de mayo). Ahonda en los orígenes del museo, cuando hace más de dos siglos se inauguró el Real Gabinete de Historia Natural de Carlos III con la adquisición, promovida por las élites ilustradas, de la colección de Pedro Franco Dávila. Este hombre es el criollo ilustrado, un comerciante español natural de Guayaquil, actual Ecuador (pero entonces Virreinato del Perú), y residente en París. Su colección, germen de las actuales, contenía miles de piezas de animales, algas, minerales y plantas, pero también objetos artísticos, esculturas, medallas, lápidas, miniaturas, bronces viejos, dibujos, acuarelas, esmaltes y hasta cuadros de pintores célebres de diferentes escuelas y países.
A este lado del tiempo, ayer mismo, Día Internacional de los Museos y Centros de Ciencias, se presentó la colaboración del museo con el proyecto Historia Natural de Google Arts & Culture, la plataforma digital que permite visitar online algunas de las instituciones del mundo más señeras en este sector. Una especie de gabinete electrónico del s XXI colgado en la web. La reproducción del diplodocus, el esqueleto del megaterio o el cuadro de la osa hormiguera, obra de Raphael Mengs, pueden ahora visitarse a través de ordenador, tableta o smartphone.
“El Real Gabinete supuso un gran impulso para la ciencia española. Fue una época de grandes expediciones científicas en la que este tipo de gabinetes, después de la búsqueda del asombro de las cámaras de curiosidades, sirvieron para conocer la diversidad del mundo natural y ayudar a clasificarla”, dice el comisario de la exposición Javier Sánchez Almazán, que ha trabajado mano a mano con la directora de proyecto museográfico Cristina Cánovas. “La de Dávila, que también contenía obras de arte y otros materiales, era considerada una de las colecciones más completas reunidas por un particular”, explica el comisario.
Aquí se conoce la peripecia vital del coleccionista (hay una reproducción de su despacho de trabajo) y la de algunas de las figuras más importantes de la ciencia de la época (Buffon, Celestino Mutis, Riveiro Sánchez, etc), piezas como diferentes corales y esponjas, amenazantes cangrejos del cocotero, un nautilus grabado, un compacto armadillo o muestras de azufre cristalizado, con su particular color amarillo. Se exponen cartas que relatan en primera persona los violentos sucesos del motín de Esquilache (como un reportaje periodístico), piezas de arte como figuras chinas o egipcias (hay perrito esculpido en sal común) y se sigue la pista a grandes expediciones científicas como las de James Cook o la de Alejandro Malaspina. También se podrá ver (en próximos días) una inédita maqueta del Guayaquil de 1730, obra del maquetista guayaquileño Carlos Bermúdez Marín.
El propio Franco Dávila fue nombrado director vitalicio (con un sueldo anual de 1.000 doblones sencillos) y ejerció su cargo hasta que murió en 1786, dice la leyenda, sobre una gran mesa que sigue en el despacho del actual director, Santiago Merino, científico especialista en parásitos. Un lugar enigmático con vetusta biblioteca de madera y colección de instrumentos científicos históricos (lo hay que pertenecieron al matrimonio Curie) que parece sacado de una mansión de novela gótica. “Tenemos importantes colecciones de fósiles, meteoritos o minerales. Piezas que son como nuestras propias Meninas: el megaterio (un extinto y gigantesco perezoso prehistórico) o el lobo marsupial. Y científicos de primera fila en sus respectivas áreas”, dice orgulloso el director. Aquí custodian más de ocho millones de piezas (algunas diminutas como fragmentos de rocas u organismos invertebrados) de las que solo se muestran un 2%.
El calamar en la Sierra de Guadarrama
Quieren divulgar la ciencia, concienciar sobre la importancia de la conservación de la biodiversidad, crear vocaciones científicas (que falta hace) y aumentar una cultura científica en la que España deja mucho que desear: “España es un país que tradicionalmente se ha enfocado más a las Humanidades. En los últimos tiempos estamos viendo avances, como una mayor presencia de temas científicos en los medios de comunicación, pero todavía falta camino por recorrer para que se considere a la ciencia como una parte más de la cultura”, afirma el director. En la consecución de tan nobles y variados objetivos también se presentan problemas. Sobre todo uno, de espacio: “Es una pena que un museo con tal trayectoria, en una gran capital europea, tenga que compartir sede con otra institución”, se queja. Se refiere a la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales, de la Universidad Politécnica, que, en efecto, ocupa el mismo edificio (el Palacio de las Artes y la Industria, obra de Fernando de la Torriente, auxiliado por Emilio Boix y Merino, que se utilizaba para exposiciones nacionales de bellas artes) y parte al museo por la mitad, creando diversos engorros para visitantes y trabajadores.
De hecho, el museo nunca ha tenido sede propia, empezó su andadura compartiendo edificio con la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando, en la calle Alcalá. Luego se edificó para él lo que acabó siendo el Museo del Prado (en 2013, la exposición Historias Naturales, un proyecto de Miguel Ángel Blanco, trató de cumplir el deseo original de Carlos III llenando de animales disecados las salas de la pinacoteca). Pasó por otros lugares, como los sótanos de la Biblioteca Nacional, hasta llegar, en 1910, a donde está hoy, en la calle José Abascal 2.
“Los visitantes tienen que salir a la calle para pasar de un ala a otra del museo”, continua Merino, “la situación lleva así más de cien años y es hora de solucionarlo y convertir a este museo en una atracción turística de primera fila que diversifique la oferta de la ciudad. Tenemos a los dinosaurios arrinconados”.
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