Amistad, ironía y verdad
Jean Daniel era persistente a la hora de sustentar su punto de vista, siempre con cortesía, raramente con enfado, salvo frente al racismo, el antisemitismo y la injusticia
Ha dejado el escenario, se ha ido lentamente al otro lado del espejo, cinco meses antes de cumplir los 100 años. Jean Daniel esperaba estoica y lúcidamente estos últimos tiempos el inexorable desenlace, no vencería más a la crueldad del tiempo. Inconmensurable es su contribución a la cultura, la política y el periodismo desde los años cincuenta, encarnó la conciencia y el dominio de su tiempo, primero a través de su trayectoria y legado periodísticos, y, después, de la mano de sus ensayos, sus relatos autobiográficos, bien en la forma de libros o, mucho más, con la herramienta que creó en un contexto de luchas furiosas en la prensa francesa: el semanal Le Nouvel Observateur. Se convirtió en la biblia para la izquierda reformista desde los sesenta, y desempeñó un papel clave en la victoria del partido socialista de François Mitterrand en 1981.
Hombre de izquierda liberal, director profundamente tolerante, Jean era persistente a la hora de sustentar su punto de vista, siempre con cortesía, raramente con enfado, salvo frente al racismo, el antisemitismo y la injusticia. Amigo de Albert Camus, con quien compartía su condición de argelino, fue partidario frente a él de la independencia de Argelia y mostró, además, un sólido apoyo a los movimientos de liberación nacional de los países magrebíes. Fue uno de los primeros en respaldar a los disidentes rusos en la época de la URSS, solidario con Israel y, al tiempo, firme defensor del reconocimiento de los derechos de los palestinos, no escatimaba en críticas feroces contra la derecha israelí que los pisoteaba. Con todo, el legado por el que siempre lo recordaré atiende a su compromiso con la paz, su defensa incondicional de la ética en la política, su voluntad permanente de hacer triunfar la verdad, la justicia y el respeto a la dignidad humana.
Jean también era un amigo afectuoso, lleno de ironía y humor, disfrutaba de compartir momentos entrañables de vida. Y un hombre valiente, siempre. Inolvidable fue para mí un viaje que hice con él y Michèle, su mujer, a Egipto, en los 90. Nos acompañaban Régis Debray, Florence Malraux y dos intelectuales egipcios, nacionalizados franceses, que fueron brutalmente detenidos en la zona internacional del aeropuerto de Luxor por haber sido condenados, treinta años antes, como militantes comunistas-maoístas. Un hecho suficiente para acordar suspender el crucero por el Nilo que habíamos previsto. Jean, con el apoyo de todos, quiso impedir que aquellos dos amigos se quedasen al albur de la policía. Esperando en el aeropuerto su liberación, amenazó, entre tanto, con difundir ese atropello de derechos humanos en la prensa internacional. Llamó sin cesar a embajadores y ministros, hasta que su empeño logró, cinco horas más tarde, restituir la libertad de los detenidos. Fue otro signo de que era amigo de sus amigos; con tendencia a ser, como se señalaba con afecto en su entorno más próximo, demasiado sensible a los cumplidos, un carácter del que Jean era consciente y que explicaba con mirada juvenil: “Sí, lo reconozco, es mi ¡orgullosa debilidad!”.
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