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Dulce lucha contra el capital

'Honeyland', primer documental de la historia en optar también al Oscar al mejor filme internacional, reivindica la vida sostenible de una apicultora en Macedonia

Hatice Muratova, en un fotograma de 'Honeyland'.
Tommaso Koch

Hace una vida que Hatice Muratova conoce a las abejas. Son su pasión, su trabajo. Y, también, sus únicas vecinas. Aislada en las montañas de Macedonia, a kilómetros de la humanidad, la mujer resiste con su anciana madre y con lo justo: una casita, un plato caliente, unas palabras de vez en cuando, el silencio. No queda nadie más en Bekirlija, un páramo inhóspito sin electricidad ni agua corriente. Y sin embargo, bajo esta tierra implacable, se oculta un tesoro dulcísimo. Para encontrarlo, basta levantar las piedras correctas. Muratova lo sabe, ya que visita a menudo las colmenas escondidas. Y renueva, día tras día, su pacto con los insectos: de toda la miel que producen, solo se lleva la mitad; el resto lo deja a sus legítimas dueñas. Y eso que en el mercado de la capital, Skopje, pagarían una fortuna por ese oro cremoso. Pero ella no entiende de capitalismo: lo prefiere así, le parece más justo.

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Tal vez, mañana domingo, Muratova aproveche para explicárselo a los divos que la rodearán. Porque, desde un remoto pueblo anclado en otro tiempo, su lección ha llegado hasta los Oscar. Y, de paso, ha regalado otra enseñanza a la gala: Honeyland, el filme que protagoniza, es el primer documental nominado tanto en su categoría como en la de mejor película internacional. Probablemente pierda en ambas —afronta Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar, Parásitos, de Bong Joon-ho, o American Factory, producida por los Obama—, pero al menos podrá dejar su huella. Abanderar una convivencia sostenible, que agoniza en vías de extinción; y defender otro mundo, y otro cine.

“Descubrimos la regla de la miel de Hatice durante la primera semana de rodaje y supimos de inmediato que teníamos un mensaje, y una temática. Nos faltaban una estructura narrativa y un conflicto”, explica Ljubomir Stefanov, codirector de Honeyland junto con Tamara Kotevska. El filme nació como un encargo: el Proyecto para la Conservación de la Naturaleza de Macedonia quería un corto sobre biodiversidad y los dos cineastas fueron a buscarlo por el país. Acabaron así en la bella y aterradora soledad de Bekirlija, donde el encuentro con Muratova revolucionó sus planes. Ella confesó a varios medios que, tres días antes, había pedido a Alá que le enviara alguien que resolviera sus problemas y aliviara su austera existencia. De ahí que la llegada de los directores resultara providencial para todos. La apicultora halló una esperanza; y ellos encontraron su película. Así que comenzaron a seguirla y filmarla allá donde fuera. Cuando, seis meses después, una caótica familia de nómadas turcos se mudó ahí cerca, ya no faltaba nada: había llegado el conflicto.

Porque Hussein Sam también quería trabajar con las abejas, pero a otro ritmo: junto con su mujer, debía mantener a siete niños. Por más que Muratova le insistiera en que tanto afán productivo destruiría su frágil equilibrio, el hombre necesitaba más y más miel. Chocaban dos personas, y dos modelos. “Al principio la familia se mantuvo muy distante de nosotros”, recuerda Kotevska. Pero poco a poco, sobre todo a través de los críos, se ganaron su confianza. Y, durante tres años, llegaron a formar parte de su cotidianeidad. “Nuestro presupuesto era mínimo. Dos cineastas, dos directores de fotografía y un coche”, relata Stefanov. Cada cierto tiempo, conducían por una dura carretera, caminaban hasta la aldea perdida y ahí plantaban sus tiendas. Pernoctaban tres o cuatro días, intentando mezclarse con el ambiente y desaparecer tras sus cámaras. Tal vez por eso en Honeyland no parecen existir filtros, como si en la pantalla desfilara la vida misma.

En realidad, los directores tampoco hubieran podido participar mucho: con su madre y sus vecinos, Muratova charlaba en turco otomán, un antiguo dialecto también legado de otros tiempos. “Debatimos qué idioma deberían hablar para el filme, pero era mejor que les resultara espontáneo. Aunque, al final, todos los obstáculos de este rodaje acabaron siendo ventajas”, confiesa Kotevska. Condenados a la incomprensión verbal, los directores se fiaron de su instinto visual: grabaron lo que no necesitaba palabras para ser comprendido. Y, ante un atasco inicial en fase de montaje, insistieron: para resumir 400 horas de material en 90 minutos, crearon una línea narrativa y eligieron las imágenes que contaban esa historia. Solo más tarde consiguieron también una traducción y descubrieron qué se decían sus personajes. Modificaron algunas secuencias, pero “el 90% de la estructura se mantuvo”, explica Kotevska.

Desde luego, la apuesta ha convencido a todos. Se estrenó entre aplausos y premios en Sundance, y repitió en DocsBarcelona. A. O. Scott, célebre crítico de The New York Times, la eligió como mejor película de 2019. Y luego llegó la doble nominación, inédita para un documental. “Puede dar valor y motivación a creadores que intenten hacer algo diferente. Todas las formas narrativas envejecen y debemos buscar otros caminos”, asevera Kotevska. Aunque quizás el mejor resultado del filme fue conseguir una nueva casa para Muratova: su vida sencilla continúa en el poblado de Dorfullu. Lejos de las abejas, pero también del aislamiento. El ser humano más cercano, ahora, vive en la casa de al lado.

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Sobre la firma

Tommaso Koch
Redactor de Cultura. Se dedica a temas de cine, cómics, derechos de autor, política cultural, literatura y videojuegos, además de casos judiciales que tengan que ver con el sector artístico. Es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Roma Tre y Máster de periodismo de El País. Nació en Roma, pero hace tiempo que se considera itañol.

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