Contra Jaime Gil de Biedma
Hoy se cumplen 30 años de la muerte del poeta barcelonés. Los lectores no se han olvidado de él


Vista en perspectiva, la de 1989 fue una Navidad rara, un paréntesis entre dos muertes. El 12 de diciembre, la de Carlos Barral; semanas después, la de su amigo Jaime Gil de Biedma. Fue el 8 de enero de 1990, hoy hace 30 años. Él tenía 60 y había publicado su último libro de versos —Poemas póstumos— en 1968, algo que no impidió que siguiera siendo un autor influyente y leído. Lo sigue siendo. Para colmo, tuvo la cortesía de escribir poco. Su poesía completa, que cabe en un volumen de 200 páginas, está llena de momentos memorables que tienen el tono de la confidencia más descarnada y, a la vez, de la conversación más inteligente.
Nadie ha reflexionado como él sobre el amor y el sexo, la mala conciencia de clase y la memoria de un niño de la guerra —“los años más felices de mi vida / y no es extraño, puesto que a fin de cuentas / no tenía los diez”—, la Barcelona de la burguesía y la de los murcianos de la emigración. “Que la ciudad les pertenezca un día”, dijo pensando en ellos lo mismo que había dicho que “de todas las historias de la Historia / la más triste sin duda es la de España / porque termina mal”. Que la frase se haya convertido en un tópico demuestra la fuerza de sus hallazgos, que la colocara en la estrofa más difícil de todas —la sextina— certifica su dominio de un oficio con el que nunca se ganó el pan (ni el caviar): su trabajo como directivo en la Compañía General de Tabacos de Filipinas ocupa buena parte de su Retrato del artista en 1956, unos diarios que se completaron póstumamente con un informe comercial redactado como alta literatura y con fragmentos que relataban sus polémicos escarceos pedófilos en un viaje a Manila.
Gil de Biedma siempre reconoció su deuda con Luis Cernuda y, en cierto sentido, culminó la tarea iniciada por este: introducir en la poesía española —largamente abonada a la influencia francesa— los modos narrativos y meditativos de la poesía anglosajona. Digamos, los de Auden y el Eliot de los Cuatro cuartetos (más que el de La tierra baldía). Como ellos dos, fue además un enorme prosista: agudo, brillante, hiriente. Cuando escribía a favor era bueno; no digamos cuando escribía en contra.
Si de Gabriel Ferrater afirmó que con los mismos defectos pero con menos cualidades hubiera funcionado mejor, a Juan Ramón Jiménez lo calificó —por sus ataques a otros escritores, curiosamente— de “mezquino y malicioso señorito de casino de pueblo de Huelva”. Poco antes había señalado que la voz que habla en los libros de JRJ “está siempre a favor de las propias emociones”. La suya —una forma distinta de coquetería— estaba siempre en contra. Por eso escribió 55 memorables versos titulados Contra Jaime Gil de Biedma: “Si no fueses tan puta!”. Eran los tiempos en que aún quería ser poeta, luego rectificó: prefería ser poema. Lo consiguió. Murió hace 30 años y nadie se ha olvidado de él.
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