Una salvaje agresión a la música
Joaquín de Luz presenta su primer trabajo coreográfico de envergadura al frente de la Compañía Nacional de Danza en una obstinada y fallida manipulación del clásico romántico capaz de destrozar la partitura de Adam
No vale la pena entrar en una bizarra y bizantina discusión de la sustitución de un paso por otro, o una frase que necesite firmeza técnica por un gallardo paseo escénico, como sucede en la variación de Giselle del primer acto. Como muestra, un botón. Un principio se está convirtiendo en un final, y hay angustia en ello, de ahí ese palpable ambiente de nerviosismo e inseguridad. La revisión coreográfica bocetada en el Teatro de la calle Jovellanos es de un eclecticismo de sonrojo; se desecha y vulnera todo perfume estilístico para solucionar recurrentemente el material con lo que los intérpretes, en sus muchas y evidentes limitaciones o carencias, pueden hacer. Y aquí entra la ética, el gato por liebre, la viscosa por seda, la rubia por el doblón. El ballet académico tiene reglas, y eso valida su supervivencia.
Realmente no se duda de las intenciones y el entusiasmo genuino del director artístico de la Compañía Nacional de Danza, Joaquín de Luz, en su naturaleza de artista emprendedor. Pero hay una manera de decirlo sin ambages: ha sido traicionado por un equipo ineficiente, inculto en la materia sobre la que se quiere pontificar, expeditivo en las maneras, despótico en el modo. Quizás su orgullo y su pujanza le impidan ahora reconocerlo, pero todo se andará. Un cuarto de hora antes del estreno De Luz en su cuenta de Instagram dejaba un aviso a navegantes, en inglés, que más o menos se puede traducir así: “En 15 minutos un sueño se hará realidad, y callará muchas bocas (las de los mediocres) que continuamente tratan de sabotear las grandes cosas que estamos intentando lograr... Pobres, no tienen ni idea de lo fuerte que soy y cuál es mi misión aquí”. No son formas; se debe respetar al que disiente, incluso se le debe escuchar. Napoleón pensaba igual y esa actitud, junto a aquel redentorismo mesiánico, no los defienden hoy ni sus hagiógrafos. Inclinemos la balanza sobre la idea de mejora.
Con respecto a los intérpretes, digamos que Giada Rossi no está cómoda con un traje que parece hecho con dos cortinas y medio mantel, que la afea la silueta en el primer acto y la desdibuja en el segundo; su baile fue discreto. Alessandro Riga, siempre vestido por el enemigo, se esforzó, pero parecía perdido en una nada convincente actuación de pantomimas rectificadas; el mejor, sin dudas, el Hilarión de Isaac Montllor, que sin embargo tuvo un fallo clamoroso al aforarse en el segundo acto, como si no tuviera marcas y pautas coreográficas precisas para concluir su drama. La Berthe de Eva Pérez y la Bathilde de Elisabet Biosca, de suspenso, ambas deslavazadas, sin fuste ni concentración. La Mirtha de Kayoko Everhart inadmisible en una compañía profesional, pues se demuestra incapaz en lo técnico, carente de solvencia y sin un mínimo de calidad ejecutoria; sus dubitativos ataques a los pasos auguraban tragedia. Haruhi Otani y Yanier Gómez en el Paso de los Vendimiadores de Burgmüller dieron mucho de sí, bailaron bien, hicieron lo que se pide —de una raíz eslava sacar un quiebro—, a medio camino entre lo vernáculo español (dícese casi impropiamente estilo Escuela Bolera), algunas claves dinámicas cercanas a Bournonville en la variación masculina y extemporánea figura final del Pas de Deux (lo que en ballet se da en llamar poisson), un rito o pose que no se había inventado todavía. Otra cosa es el resultado estético de ese dúo. Se debe insistir en el trabajo, en seguir adelante aceptando el error y mejorando el producto. Ya Ivan Nagy en su Lago de los cisnes sustituyó la ballesta de Sigfrido por un rifle de caza con el que atronaba las bambalinas, pero, ¿quién se acuerda hoy de ese dislate? El poder de olvidar puede ser a veces en el mundo del teatro un recurso de gran utilidad.
Lo peor de todo lo visto y oído es la enconada, continúa y salvaje agresión a la música. El portal de transparencia verifica un contrato superior a los 43.000 euros por derechos coreográficos y musicales. Cortes bruscos, transporte de motivos a otros instrumentos, tiempos erráticos, un piano intruso: ¿para qué seguir? Dos detalles: Adolphe Adam no es el Glinka de Jota aragonesa (1842-45), ni Friedrich Burgmüller es el Massenet de la danza Aragonesa, de El Cid, ambos bailes románticos españolizantes, el primero asombrosamente contemporáneo con Giselle. Mirar atrás, con respeto, es saber seguir adelante.
GISELLE
Coreografía, dirección escénica, versión musical (con Óliver Díaz) y libreto (con Borja Ortiz de Gondra): Joaquín de Luz; música: Adolphe Adam; escenografía: Ana Garay; vestuario: Rosa García Andújar; luces y vídeo: Pedro Chamizo. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Director musical: César Álvarez. Teatro de La Zarzuela, 9 de diciembre. Funciones hasta el día 22 de diciembre.
Babelia
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