Enrique Morente de puertas para dentro
Rocío Márquez y Arcángel homenajean en la Suma Flamenca de Madrid al rockero, como él decía, metido a cantaor
“El flamenco tiene una puerta que solo se abre desde dentro”, se quejaba recientemente Antonio Arias, de Lagartija Nick, y continuaba: “Morente abrió esa puerta”. Efectivamente, Morente la abrió. Pero da la sensación de que, al margen de Morente y, de veras, muy pocas excepciones, los pocos que han querido salir lo han hecho solo para dar un paseo y tomar el aire antes de volver a casa. Morente, en cambio, salía sin hora. Bien es verdad que podía volver cuando lo necesitaba o le venía en gana: dentro le conocían. No hay que olvidar que gran parte de su trabajo lo dedicó a roturar vastos terrenos del flamenco, entonces abandonados por mercado y especialistas. Ese y no otro fue el trabajo que realizó en su Homenaje a Don Antonio Chacón, de 1977. Chacón, por entonces, era poco menos que una némesis (“cantor” se le llamaba con hiel, como “cantante” llamaba, sin ella, Camarón a Morente) y era más permisible alabar una canción pop flamenca que una cartagenera.
Pero con su Chacón, defendemos, Morente (1942-2010) no oponía un nuevo paradigma a la tradición gitano-andaluza dominante. Siempre supo evitar los falsos antagonismos. De los muchos homenajes que se hicieron en 2017 a Chuck Berry, a nadie se le escuchó decir que la “tradición” de Berry era frente a la de, por ejemplo, Bill Haley, más pura ni bobada similar. En el rock, esa búsqueda de tensión —tan característica del fascismo— entre la tradición y la vanguardia es (de haberla) residual: sencillamente se dispone y se hace uso de lo que hay. El pasado no es una “tradición” sino un complejo arsenal. Y recordemos que desde las últimas grabaciones de Chacón al homenaje de Morente habían pasado 49 años, pero que ya han pasado 65 desde el “Maybellene” de Chuck Berry: la cosa no se justifica, tampoco, por una más que impostada raíz milenaria. Morente hizo un homenaje a un recién fallecido de quien los unos renegaron y que los otros sepultaron. Hizo un disco con la música de unos de sus ídolos, al que consideraba mal tratado, y haciéndolo volvió a complicar un mapa cantor en exceso simplificado.
Anoche, Arcángel, en cambio, decidió simplificar en el festival Suma Flamenca de Madrid. Tomó de Morente lo más amable (comenzó con unos tangos cantados ad libitum que llevó a una serie larga de fandangos, luego, más tangos, seguiriyas con su cabal, soleares, la canción Aurora de Nueva York, cantiñas, otros tangos… y unas bulerías, como bis, acabadas con el “Aqueos los golpes” del Omega, el disco que Morente hizo con Lagartija Nick, pero con final amaestrado) y lo tomó tal cual, cantado todo sin apenas variación, con el respeto de un reproductor de alta fidelidad. De no ser por un impresionante Dani de Morón, que sí que utilizó en todo momento la música de Morente para ponerla en lugares inéditos, la cosa se hubiera parecido demasiado a un popurrí de grandes éxitos. De Morón fue el único que asumió el riesgo de habitar el campo que Morente, como decíamos, roturó.
La estructura musical de Rocío Márquez está asentada en el jardín de Pepe Marchena, como ella misma reconoce: su obsesión por el control vocal, sus largos jipios, su voluntad melismática, incluso su dicción, mímesis de la de Marchena. Lo interesante es que también hereda del marchenero la libertad melódica con la que este acometía los cantes. Lo que este miércoles se vio sobre el mismo escenario, la Sala Verde de los Teatros del Canal, es cómo ese jardín se trufaba de injertos morentianos. Fue un recital ciertamente enciclopédico (en este sentido, lo opuesto a Arcángel) en el que se escucharon guajiras, serranas, cantes abandolados, cantes de levante, tangos, un poema recitado al modo de Marchena, peteneras, cuplé por bulerías, el “Chiquilín de Bachín” del Sueña la Alhambra, caracoles, seguiriyas, más bulerías y unos fandangos como bis. Aunque la intención de Márquez no fuera esa, igual por prurito profesional, el recital pareció un juego de agudeza que consistía en identificar, de entre la multitud de cantes de diversas procedencias que se escucharon, las letras, los aires y los cantes de Morente barajados, alterados, insinuados, insertados en lugares imprevistos… Si el flamenco se ha quedado, desde la irrupción de Antonio Mairena, casi en un juego de citas y los aficionados en aquellos que lo saben resolver, Márquez añadió más complejidad a ese juego que, aunque muy de este tiempo, en algún momento tendrá que caer por su propio peso (incluso Morente prácticamente dejó de jugar a él en sus discos posteriores al Omega: ya había tributado lo suficiente).
“Morente era nuestro Mercurio”, dice también Antonio Arias. Efectivamente, Morente se antojaba el geniecillo maligno de la cartesiana pesadilla de Kant: que apaga las luces y cambia de lugar los objetos cotidianos, dejando a los que están en la habitación sin los puntos de referencia a los que por hábito se agarran. Pero Morente ya no está, y aunque haya dejado tras de sí una cerradura reventada y “la puerta entorná”, parece que la puerta sigue cumpliendo su función, al menos a la hora de salir (distinto es a la de entrar, donde los músicos se agolpan). Hay demasiado capital en juego en el campo flamenco para que un nuevo Omega irrumpa con legitimidad y los flamencócratas (palabra que a buen seguro le hubiera gustado a Mercurio) sientan que, de nuevo, pierden el control.
Babelia
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