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Michael Krüger: “La idea de una Europa unida se está desmoronando”

El editor, narrador y poeta tiene pendiente de publicar en España los versos de ‘Mi Europa’, donde repasa las heridas del continente

Juan Cruz
Michael Krüger en un jardín junto a su casa a las afueras de Múnich.
Michael Krüger en un jardín junto a su casa a las afueras de Múnich.ARIANE VON WEDEL

Michael Krüger, editor, narrador, poeta, es el autor de unos versos que parecen ahora también una propuesta para recordar el sueño de un europeísta como él: el sueño de un continente unido, y no sólo de una Unión Europea. “A veces me escribe la infancia/ una tarjeta postal: ¿Te acuerdas?”. Nacido en Wittgendorf, Alemania, en 1943, Krüger ha defendido ese sueño, pero ahora “la idea se está desmoronando”. En su libro más reciente, Pasajeros (La Huerta Grande), hace un viaje por su país, sobre cuyas cenizas se posó ese sueño como una posibilidad de un mundo mejor. Recluido en una aldea cerca de Múnich, donde fue responsable de la editorial Hanser, tiene pendiente de publicar en España los versos de Mi Europa (traducidos por Cecilia Dreymüller, algunos publicados en Babelia), donde repasa las heridas del continente. La Huerta Grande ha publicado también El dios detrás de la ventana. Anagrama ha lanzado, entre otros, ¿Qué hacer? y ¿Por qué precisamente yo? Krüger sufre ahora una leucemia que se ha añadido a los males nada comunes del confinamiento. La entrevista se hizo por correo electrónico.

Pregunta. Sobre el continente, y sobre el mundo, se ha manifestado este enorme horror, la pandemia. ¿Esa Europa oficial que en 2018 veía perdiendo la cabeza llegó disminuida a esta nueva lucha?

Respuesta. Hasta el más optimista ha perdido la confianza. Cuando el optimismo significa ignorar la realidad, todos los optimistas están en el mismo barco europeo. Tengo la sensación de que la idea de una Europa unida se está desmoronando, y la pandemia de la covid ha demostrado que no hubo unión desde el principio. Solo cuando se volvió demasiado peligrosa, Europa trató de actuar unida, pero la Unión Europea nunca habló con una voz. Fue imposible crear un consenso sobre cómo abordar la cuestión de los refugiados y fueron imposibles acuerdos en el área fiscal después de la crisis bancaria. No hay una voz europea, o es tan bajita que has de pegar la oreja al suelo para poder oírla. No sé cómo se puede cambiar eso. Pero el entusiasmo del principio se lo ha llevado el viento, y si nos fijamos en gente como Orbán [primer ministro de Hungría], desde Budapest, una de las capitales del pensamiento liberal después de la guerra, uno quiere irse a África para esconderse. ¿Polonia? Exactamente el 50% es de derechas, el otro 50% son liberales. Es el espejo de Europa. Pero, ¿qué es lo que quieren? ¿Quieren dejar la Unión, como Gran Bretaña? Es una situación muy poco clara. En Alemania está muy claro: la derecha quiere volver a una Alemania que gobierne el mundo. Incluso llevan banderas del Reich. Una panda de gamberros gordos con la bandera blanca negra y roja en las escaleras del Parlamento en Berlín. Increíble.

P. Su traductora dice que en Mi Europa muestra la esperanza de que el continente se haya comprometido para siempre con la paz. ¿Hay agujeros negros en esa idea?

R. Uno de los problemas sigue siendo la educación, y durante el último mes se ha vuelto muy evidente que el 40% de los niños no tienen ninguna posibilidad de tener una “vida mejor” en el futuro. En primer lugar, no pueden permitirse vivir en ciudades como Múnich, o Hamburgo, o Berlín. En este país rico, el no ser rico significa no tener ninguna oportunidad de cambiar tu vida. El único desarrollo democrático nuevo es el teléfono inteligente, aunque se utilice para fines antidemocráticos. Lo que reúne a la gente es el teléfono inteligente, no la iglesia, ni los sindicatos, ni los partidos, y esa es la razón por la que en las manifestaciones hay gente de izquierdas y de derechas.

Hemos perdido nuestra capacidad de distinguir y percibir

P. Su generación nació en medio de la Europa del odio. ¿Eso refuerza su compromiso y su esperanza?

R. Sí, nací a finales de 1943, en un pequeño pueblo de Sajonia, ahora centro de los partidos de derechas. Después de la guerra fue ocupado por los rusos. Mi abuelo me hablaba de Rusia, pero siempre ha estado claro que Rusia no pertenece a Europa. Me fui a vivir a Berlín durante la Guerra Fría para estudiar. [El escritor] Heinrich Böll nos dijo una vez que Rusia pertenecía a Europa, que Europa no terminaba en el Oder. Pero estaba cerrada. Y siempre soñaba con ir de Berlín a Varsovia, y después a Cracovia, a Budapest, a Belgrado, a la enigmática Albania y también a Rusia, para ver todos los lugares donde vivieron Turguénev, Pilniak, y Ajmátova. Era la época del muro, y el único deseo era que todas las fronteras cayeran de inmediato. Cuando tenía 13 años, viajé en autoestop a París, más tarde a Florencia, a Venecia y a Nápoles, y luego a Madrid y a Barcelona, pero tuve que esperar hasta los 30 años para ver tras el telón de acero. Tuvimos, pues, una infancia occidental; estadounidense (Hemingway, el chicle, los vaqueros y los wésterns); francesa (el existencialismo, Sartre, Camus, el teatro del absurdo, los Gauloises y las baguettes); española (Lorca y la Guerra Civil, poesía y el pasado árabe); y en la escuela, por supuesto, una alemana. Pero nunca tuvimos una eslava, a menos que tu familia fuera de Silesia o de Bohemia.

P. Enzensberger y Semprún dijeron en EL PAÍS en 2008 que en cualquier sitio de Europa donde cayeras de vuelta al continente siempre sentían el olor de su casa. ¿Siente también esa percepción?

R. Sí, siempre me siento como en casa en Europa. Nunca he entendido por qué no hay una Oficina Europea para la Identidad y la Cultura. Cuando escuchas a Bruselas, oyes hablar de problemas económicos o fiscales o agrarios, pero en los últimos 25 años no hemos oído una sola palabra sobre la cultura y la identidad. Durante la pandemia todo el mundo ha sentido la necesidad de la cultura, y de repente, la cultura volvía a estar en la agenda: ¿qué hacemos con todas las galerías, los teatros, los espacios abiertos, las librerías? Tenemos que salvarlos. ¿Por qué? Porque en esos lugares Europa es más sociedad anónima que Apple, Facebook y compañía, aunque ellos sean los verdaderos gobernantes del mundo moderno y de la modernidad.

P. En la discusión política que tiene el personaje consigo mismo en Pasajeros se dice: “¿Qué podría hacerse contra el mal gusto, contra la expulsión de la belleza, contra la propagación de la vulgaridad?” ¿Esto es rabia o melancolía?

R. Todo el mundo puede distinguir entre lo que es bello y lo que no lo es (igual que entre lo que es verdad y lo que no lo es), incluso en estos tiempos de resaca... Pero hemos perdido nuestra capacidad de distinguir y percibir. Las escuelas de deconstrucción han ayudado a muchas personas a reconocer que no saben nada, que les resulta imposible saber si es una novela es buena o mala, si un poema es bueno o malo, o por qué este es un edificio importante o eso una música pésima. Y esa es la razón por la que ya no hay ninguna congruencia en los gustos.

P. En esa obra reproduce un aviso de los trenes, Prohibido asomarse… Y usted dice: “Es imposible describir mejor nuestra situación”. ¿Tiene la convicción de que aún es peligroso mirar cómo el mundo se derrumba?

R. Sí, eso era un pequeño trozo de metal que encontrabas en todos nuestros trenes escrito en inglés, italiano y, por supuesto, alemán: “Prohibido asomarse”. Creo que este consejo secreto sigue siendo válido. No hay una voz que se abra camino. El último gran movimiento, el movimiento feminista, era bueno para la estructura de la jerarquía, pero, en mi opinión, no hubo ninguna mejora estética. Pero sé que piso un terreno muy pantanoso: mi única excusa es que llevo viviendo desde hace casi un año en el más estricto confinamiento, a causa de la leucemia, en una casita en el bosque. Es probable que el mundo haya cambiado por completo y no me haya dado cuenta. Uno de mis vecinos, el filósofo Jürgen Habermas, es muy optimista y cree que Europa tendrá una segunda oportunidad. Espero que tenga razón. De todos modos, antes solía sacar la cabeza por la ventanilla, pero hoy en día es imposible hacerlo porque las ventanas están fijas y la velocidad de los trenes modernos es tan rápida que perderías la cabeza.

P. En uno de sus poemas europeos usted invoca al sol para que se pare, como hizo Espronceda en su Himno al sol…

R. ¡Me hubiera encantado conocer a José! Sí, los poetas hacen a menudo las mismas observaciones. Es lo que el ruso Vladímir Propp descubrió con los cuentos de hadas: había una pequeña serie de variaciones, pero se usaban en todo el mundo, desde África hasta España: el segundo hijo se va de casa, vuelve después de años, mata a su hermano, etcétera. Pero siempre hay pequeñas distinciones, igual que pasa con las huellas dactilares: no hay dos iguales, ni siquiera en la misma familia (Dios lo hizo así para ayudar a la policía). Así que tenemos, digamos, 10 millones de poemas de amor, pero no hay dos que sean exactamente iguales. Con las metáforas es un poco más difícil: es fácil robar, y una buena hermenéutica puede seguir el camino desde Petrarca hasta nuestros días, pasando por José y por mí: y si nosotros nos reunimos un día, puedo explicar de dónde viene la idea de hacer que el sol se pare… Quiero volver a viajar. Esta leucemia me está matando.

P. Esos versos (“A veces me escribe la infancia…”) podrían ser respondidos ahora… ¿Qué postales están ahora en su cabeza?

R. Bueno, cuanto más viejo me hago, más postales de la infancia tengo en el correo. Una dice que no debería sentirme triste y apenado por Europa, porque ha cambiado mucho en los últimos 20 años y para mejor. Otra dice: “Mira, chico, has tenido una vida rica y maravillosa, con solo una enfermedad grave, todavía puedes escribir e intercambiar cartas con tus amigos, y tú -el hijo de un cartero- no tienes que ir al buzón porque tienes un pequeño y diabólico aparato electrónico que, en un segundo, entrega en España lo que escribes”. Y por último: “¿Has hecho tú lo suficiente para crear un mundo mejor? Si no lo has hecho, empieza ya”.

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