Arroyo en el Ramiro
A pesar de su imponente trayectoria en el sector, José Manuel Arroyo Stephens era bastante alérgico al mundillo editorial circundante y a sus pequeñas guerras
Arroyo fue compañero mío en el Ramiro (entonces todos nos dirigíamos a los compañeros por el apellido; por cierto, en realidad se llamaba José Manuel Arroyo Stephens, sin ese guion entre apellidos con el que, no sé si por deseo suyo, se le ha venido conociendo). No solo ambos empezamos y terminamos allí el bachillerato, entre 1955 y 1962, sino que durante algunos cursos estuvimos en pupitres contiguos, por imperativos del orden alfabético de apellidos. Me llevaba muy bien con él mientras estuvo en mi clase; como yo, había nacido en Bilbao, aunque ninguno de los dos habíamos vivido mucho allí. Era ya muy sarcástico y se reía con una risa entre dientes, como ahogada, y un brillo malicioso en los ojos; lo recuerdo más bien tímido pero muy capaz de hacer gamberradas cuanto más brutas mejor. Nada empollón, pero sí lo bastante listo como para pasar los cursos con soltura y sin esfuerzo.
Pero a partir de quinto, contra todo pronóstico, Arroyo no hizo Letras, como yo, sino que pasó a formar parte de la numerosa mayoría que hacía Ciencias, ya que quería estudiar Económicas, creo que en el ICADE.
En primer curso, la excursión de rigor era a El Escorial. Recuerdo que frente a la larga fachada principal del monasterio, el profesor a cargo de la expedición organizó unas tandas de carreras, de unos 80 o 100 metros, por grupos de cinco o seis alumnos cada uno. Yo gané una y Arroyo otra, pero no recuerdo que hubiera una final. Y me ha venido esto a la memoria enterándome de que Arroyo precisamente ha muerto en su casa escurialense.
En el santuario del baloncesto que es el Ramiro de Maeztu, Arroyo y yo éramos futbolistas. Él era un medio defensivo, algo tosco, pero muy eficaz, de estilo contundente; le gustaba el pase largo y el choque, no en vano tenía una madre irlandesa. Yo era delantero, admirador del fútbol del gallego Luis Suárez, y aunque nunca he podido ser espectador de mi fútbol, creo que jugaba con otros registros. El caso es que Arroyo fue dejando el fútbol (y despreciando el baloncesto), en tanto que yo, ya en Preu, llegué a formar parte del equipo del Instituto, cuya camiseta era como la del Sabadell, a cuadros azules y blancos…
Pronto me percaté de que Arroyo era un gran lector. Un día, tendríamos catorce o quince años, me elogió la biografía que Stefan Zweig hizo de Fouché, el astuto y tenebroso político francés de finales del siglo XVIII. Estaba fascinado por el personaje, lo que no es de extrañar. Me trajo el libro, y días después creí poder corresponderle con Historia de dos ciudades, de Dickens, pero me lo rechazó amablemente, no recuerdo si porque ya lo había leído o por el estilo, un tanto disuasorio, de sus ilustraciones.
El caso es que después del Instituto le perdí la pista completamente, hasta que, muchos años después, ambos ya inmersos en el sector del libro, en una Feria del Retiro, le compré en su caseta de Turner su famoso libelo “anónimo” Contra los franceses, que no me quiso dedicar por coherencia con tal anonimato. Y un buen día me lo encontré por un pasillo de la Feria de Fráncfort, con aire ausente. En el gran grupo donde trabajaba, yo era un “mandao” entre tantos otros. Él era ya alguien que encarnaba lo que algunos soñamos llegar a ser alguna vez: un editor independiente, creador de un sello prestigioso, alguien capaz de haber sido cultísimo, innovador y solvente. Nos tomamos algo, rememoramos los tiempos del Ramiro y seguramente nos reímos de algún par de solemnes intrascendencias vividas entonces. Por lo demás, me dio la impresión de que, a pesar de su imponente trayectoria en el sector ―entre otras cosas, había fundado la librería Turner (hoy Pasajes) y la editorial del mismo nombre, había recuperado a Arturo Barea, se había codeado con Bergamín…―, Arroyo era bastante alérgico al mundillo editorial circundante y a sus pequeñas guerras.
No volví a verle. Ahora lamento no haberle conocido mejor. Y me temo que va a pasar a la posteridad más por haber sido el apoderado de Rafael de Paula y haber traído a España a Chavela Vargas que por su encomiable labor editorial. Pero no solo eso: hace solo un par de años leí su libro Pisando ceniza, que recoge buena parte de sus peripecias vitales y, aunque no hable de su bachillerato, me pareció excelente. No paro de recomendarlo.
Juan Ramón Azaola es traductor.
Babelia
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