Las tres mujeres de Sinuhé, el egipcio
Los personajes de la novela de Mika Waltari Nefernefernefer, Minea y Merit, corresponden a grandes arquetipos femeninos
Entre mi primera lectura a los 12 años de Sinuhé, el egipcio, cuando tuve que subirme al respaldo de un sillón para alcanzar el estante en el que se guardaba el libro fuera del alcance de los niños (era una lectura “no apta”: solo estaban más arriba las novelas de Moravia de mi madre y el Decamerón de Boccaccio), y la última, hace unos días, ha pasado mucho tiempo. En el ínterin se ha cambiado de opinión sobre uno de sus personajes, el faraón Akenatón —de santo a tirano y viceversa —, hasta seis veces, se ha juzgado la novela históricamente inexacta y exacta otras tantas (prevalece en general esta última opinión, con algunas reservas) y su aura de obra indecente y moralmente peligrosa se ha desvanecido por completo, excepto en casos de verdadera mojigatería.
La novela de Mika Waltari, publicada en 1945 —mi manoseada edición es la de José Janés de 1950 —, ha sido definitiva a la hora de alumbrar vocaciones egiptológicas e incitar a viajar al país del Nilo (aunque, curiosamente su autor, Mika Waltari, no estuvo nunca; es verdad que era finés y el clima no ayudaría). Pero también ha marcado y condicionado numerosos despertares eróticos. A menudo he vuelto a releer los pasajes más subidos de tono del libro tratando de revivir la turbación de la primera lectura, que dio un sentido muy carnal a lo de la seducción del Antiguo Egipto. Son esos episodios, sobre todo, aquellos en los que aparece la cortesana Nefernefernefer, tres veces “nefer”, bella, y brinda sus turgentes servicios a Sinuhé a cambio de pasta y, ya en última instancia, de las propiedades de la familia, incluida la tumba de sus padres.
De ojos duros y verdes y orígenes babilonios, Nefernefernefer, joven, bella y ardiente, y muy fresca (a la mínima se quita la ropa e incluso la peluca), seduce al casto Sinuhé en su lecho de marfil y madera negra y le deja “reducido a cenizas”, una metáfora sexual que costaba entender cuando venías de Los Chiripitifláuticos. En el último encuentro —aquí ya recuerdo tragar saliva y pensar la que me iba a caer en el confesionario —, la cortesana calienta-faldellines se desnuda y se mete en un estanque para flotar de espaldas entre los lotos y “sus pechos salían del agua como dos flores rojas”, una frase que me ha perseguido toda la vida de aquí a Luxor. Tras ver aquello, Sinuhé no es que sea capaz de vender el sepulcro de sus padres sino que vendería hasta sus momias. Y de hecho acaba trabajando en un taller de confección de estas.
Afortunadamente, después de tan mal comienzo con las mujeres, nuestro hombre se encuentra con otras dos mucho mejores, la cretense Minea y la egipcia Merit. En la más reciente lectura de la novela, más serena que las primeras, me ha parecido que las tres son verdaderos arquetipos femeninos en la acepción junguiana, manifestaciones del ánima, la personificación femenina del inconsciente del hombre (contrapuesta al animus, el hombre interior de las mujeres). Nefernefernefer sería la mujer devoradora, la femme fatale, felina, peligrosa y destructiva, y la minoica Minea la mujer idealizada, el amor romántico: consagrada al dios de Creta (ante cuyos toros danza y salta acrobáticamente a la manera cretense, con el pecho desnudo), el enamorado Sinuhé respeta su virginidad para descubrir luego que ha muerto a manos del Minotauro, el sacerdote del culto en la isla, y quedar desolado con la pérdida. La tercera mujer, en un orden ascendente en la madurez de Sinuhé, es Merit, el amor adulto, la esposa, la pareja que proporciona solidez y estabilidad (y un hijo). En la novela hay otras notables mujeres, que no alteran la tríada fundamental. Como Baketamón, hermana de Akenatón forzada a casarse con el plebeyo Horemheb (el futuro faraón) y que se venga de él construyéndose un pabellón en el que cada piedra le ha sido entregada por un hombre a cambio de sexo, una historia basada en la de Heródoto de que Keops prostituyó a su hija para recaudar fondos y que ella, en revancha, hizo que cada cliente le diera una piedra con la que levantó una de las tres pequeñas pirámides, de reinas, que se alzaban omnipresentes junto a la de su padre.
En la versión cinematográfica (1954), se cargaron directamente a Minea (también a Tutankamón, que sale en la novela, obsesionado con su tumba, pero no en la película) y la tensión se concentraba entre Merit (Jean Simmons) y Nefernefernefer, interpretada por Bella Darvi, a la sazón amante del productor Darryl Zanuck (y quizá de su mujer: era bisexual). Darvi, cuyo supuesto egipcio con acento babilónico no tiene desperdicio en el filme, es un curioso vínculo entre el Antiguo Egipto y el III Reich: originaria de Polonia y de ascendencia judía, fue perseguida por los nazis y perdió un hermano en los campos. Alcohólica y ludópata, acabó suicidándose con el gas de la cocina. Tuvo alguna culpa de que Marlon Brando no fuera Sinuhé. El actor hizo una espantada una semana antes del rodaje aduciendo primero que tenía que visitar a su terapeuta y luego incompatibilidad de carácter con Darvi. Lo sustituyó Edmond Purdom con un peinado pasado de moda ya en el Primer Periodo Intermedio y actuando tan rígido que a ratos parece prematuramente momificado.
El reparto del filme de Michael Curtiz, que era una de las películas favoritas de Terenci Moix, y quién podría reprochárselo, incluye a Peter Ustinov como el pícaro esclavo Kaptah, luego propietario de la taberna La cola del cocodrilo, Victor Mature (Horemheb), John Carradine como un ladrón de tumbas, la bellísima Gene Tierney en el papel de Baketamón, Michel Ansara, célebre en el papel de Cochise en la serie Broken Arrow, como comandante hitita (también hizo de otro comandante, el sonoro Kang klingon de Star Trek) y la veterana Judith Evelyn encarnando nada menos que a la reina madre Tiye, una de las grandes mujeres de la Antigüedad —aquí notable intrigante y borrachina — . Evelyn, que se crio en Moose Jaw en Saskatchewan (de ahí pasó a Tebas), era una superviviente del hundimiento del vapor Athenia por un submarino alemán en 1939.
Volviendo a Nefernefernefer —cuya perturbadora sombra se extiende hasta la Anck-Su-Namun / Patricia Velásquez de La momia, 1999 —, hacia el final de la película se presenta en la consulta de Sinuhé aquejada de lo que parece ser sífilis. ”Puedo restaurar tu salud pero no tu belleza”, le diagnostica nuestro médico, que renuncia a vengarse de la malvada, e incluso a cobrarle la visita (Curtiz era un moralista). Mucho menos edificante es la novela, en la que Sinuhé secuestra a la cortesana y la entrega a sus excompañeros de momificación, que suelen beneficiarse los cadáveres de las difuntas agraciadas y que se ponen contentísimos de recibir para su disfrute semejante cuerpo, y caliente. Pero posteriormente nos enteramos de que Nefernefernefer no solo ha sobrevivido a la tremenda experiencia en la Casa de la Muerte sino que se ha hecho la reina del taller de momias. Destino mucho más acorde, sin duda, con la mujer que encendió nuestro amor por Egipto.
Babelia
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