¿Y este señor quién es?
Carlos Ruiz Zafón conectó de manera absoluta con la fantasía de las primeras lecturas, el placer de leer por leer
Hace años en un Sant Jordi, una chica se acercó a la parada donde uno dormitaba, a la espera firmar algún libro. Ella se alegró mucho de encontrarme. Me dijo que iba en busca de su padre para que nos hiciéramos una foto juntos. Para el padre de aquella chica yo era el mejor escritor del mundo. Al cabo de unos minutos, un señor apareció agarrado del cuello por su hija. Buscaron a una persona para que nos hiciera una foto conmigo en medio de ellos dos. Mientras el fotógrafo trataba de entender cómo funcionaba aquel móvil, escuché por lo bajini que el padre le decía a la hija: “¿Y este señor quién es?”. No era el mejor escritor del mundo, porque para aquel señor ese era Carlos Ruiz Zafón.
Más allá de cien confusiones por la semejanza de nombre y apellidos, la anécdota ejemplifica qué significó para mucha gente el hoy malogrado Carlos Ruiz Zafón o, más concretamente, La sombra del viento. Movimiento sísmico editorial de primera magnitud a nivel nacional e internacional. Conviene recordar que, en un primer momento, ese libro fue finalista de un premio. Y no fue sino el boca a boca de lectores y libreros el que hizo subir la marea hasta anegarlo todo. ¿Y qué es lo que encontrábamos en ese y otros libros de su autor? Novela juvenil en el mejor de los sentidos. Hechuras clásicas, tramas folletinescas, novelas gráficas sin dibujos y un estilo directo, inclusivo y sentimental. Arrastró a lectores jóvenes, lectores con muchos libros ya y a gente que en toda su vida solo habrá leído novelas de Ruiz Zafón. Primaba la trama —enrevesada, llena de trucos conocidos, con un sabor que rememorabas desde el recuerdo infantil— sobre un estilo que era mejor cuanto menos barroco. La embarcación crujía, eso sí, cuando el marketing editorial se ponía estupendo y lo comparaba con Jorge Luis Borges, Charles Dickens o Umberto Eco. Lo cual tampoco era responsabilidad suya sino de quién vendía —y muy bien— el pastel.
Se inventó una Barcelona escrita en Noche de Reyes, envuelta en una gótica atmósfera holmesiana, con un sótano lleno de libros olvidados y secretos familiares. Y conectó de manera absoluta con la fantasía de las primeras lecturas, el placer de leer por leer, y de recrear una ciudad que no fuera tan obrera o tan gamberra, tan de vuelo gallináceo como la que nos llegaba, sino peterpanesca y donde quien ama los libros gana, es hermoso y es amado. Una Barcelona que blanqueaba sin malicia una época gris y tremenda de posguerra, pero que aportaba una versión de la ciudad distinta de la de Juan Marsé, Quim Monzó o Francisco Casavella y también de la que recordábamos, derrotada y asfixiada, en Carmen Laforet o Mercè Rodoreda. Era una Barcelona diferente, mágica e ingenua, una Barcelona de libro que hizo que mucha gente viniera a buscarla, no encontrarla y volverla a buscar en otro libro. Una Barcelona donde tu padre te cogía de la mano y no te llevaba a robar bicicletas sino a una biblioteca de libros encontrados.
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