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Café Perec
Columna
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De lo que no suele hablarse

¿No habrá en la asociación de éxito y felicidad un malentendido del que se han aprovechado ciertos explotadores de los escritores?

Enrique Vila-Matas
La escritora Zadie Smith, en octubre de 2019.
La escritora Zadie Smith, en octubre de 2019.Hamish Brown / Getty

De vez en cuando me acuerdo de quienes se han quejado de que, cuando irrumpió el estado de alarma en marzo, vieron frustradas las expectativas de promoción y de inminente ruido mediático que pensaban que llegarían con la aparición de su nuevo libro. Son lamentos que crean incluso la impresión de que la pandemia ha actuado como una hoz despiadada, segándolo todo a su paso. Son pequeñas tragedias modernas un tanto inquietantes, porque detrás de ellas sospecho que se agazapa la idea de que para los escritores el éxito literario es sinónimo de felicidad.

Pero, ¿es así? ¿Y no habrá en realidad en esa asociación de éxito y felicidad un malentendido del que se han aprovechado ciertos explotadores de los escritores? Recuerdo que Juan Marsé contó que haber confundido el éxito con la felicidad fue, en un pasado ya remoto, un error suyo: “Ahora me gusta pensar que, para el verdadero escritor, cada novela que consigue terminar encierra para él un íntimo fracaso: solo él sabe la distancia que media entre el ideal que se propuso al empezar a escribirla y el resultado final obtenido. Incluso cuando consigue una obra que se considera lograda”.

No se puede hablar más claro de la existencia de fracasos internos de escritura, de un tipo de contratiempos con el que chocan los escritores cuando se enredan en la aventura de escribir un libro; un tipo de contratiempos —en efecto, sólo el escritor conoce la distancia que media entre lo planeado y el resultado final— que queda fuera del alcance de hasta los más perspicaces críticos. Se trata de unas derrotas invisibles, calladas, las mismas que un buen día llevaron a Zadie Smith a escribir cartas a algunos amigos escritores y, tras jurarles mantener ocultos sus nombres, preguntarles cómo juzgaban su propio trabajo. Uno de ellos convirtió aquella pregunta en una ristra de cuestiones más interesantes: “Querida, siempre he pensado en lo bueno que sería preguntarle a los escritores vivos: sin pensar en los críticos, ¿dónde crees que no llega tu escritura?, ¿cómo pensabas que sería tu último libro antes de que fuera escrito?, ¿no crees que un libro que reuniera el conjunto de vuestras decepciones sería toda una revelación?”.

Creo que ese desfile de decepciones acabaría siendo un material de trabajo de gran utilidad para los creadores literarios porque estos tendrían acceso a información muy reservada sobre los fiascos ajenos y quién sabe si no acabarían recibiendo interesantes lecciones de algunas de las experiencias confesadas. Uno piensa que, como mínimo, esa franqueza en el intercambio de suicidios íntimos relajaría el ambiente, ridiculizaría cualquier esperanza puesta en el ruido mediático que pueda envolver a una novela y, aunque pueda parecer un tanto utópico, permitiría que apareciera un libro insólito: una antología de textos que por fin entraría en una zona de sombras verdaderamente inédita al tratar nada menos que de aquello que en el medio literario no suele hablarse públicamente.

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