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DESDE EL PUENTE
Columna
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Cosas que pasaban cuando visitaba fumado el Prado

Recuerdo aquellas mañanas de juventud, cuando solía fumar antes de entrar en el museo. Con la nueva ordenación de sus obras maestras, no se va a necesitar hierba para hacer inolvidable semejante descarga de belleza

La nueva disposición de las obras principales del Museo del Prado despliega varios cuadros del Greco.
La nueva disposición de las obras principales del Museo del Prado despliega varios cuadros del Greco.Samuel Sanchez (EL PAÍS)
Manuel Vicent

Antes de que se pusiera de moda el asalto masivo a los museos, aunque hoy parezca increíble, hubo un tiempo, no tan lejano, en que a media mañana de cualquier día ordinario el visitante, generalmente extranjero, encontraba el Prado prácticamente desierto. Solo había un bedel que dormitaba en cada sala sentado en una silla, hasta el punto de que un ratero exquisito hubiera podido llevarse sin demasiado peligro bajo la gabardina el Autorretrato de Durero.

El visitante comenzaba a recorrer las estancias y viéndose en medio de una soledad tan compacta en la que resonaban sus propias pisadas, podía imaginar que aquel cúmulo de arte en realidad no existía y que los cuadros de Velázquez, de Tiziano, del Greco, de Fra Angélico, del Bosco, de Goya, que colgaban de las paredes, eran la materia que en ese momento estaban soñando los bedeles dormidos. Trataba de no despertarlos, temiendo que si abrían los ojos toda la belleza se desvaneciera.

Dentro del coche, aparcado a la sombra de la Academia Española de la Lengua, liaba un porro, lo apuraba con lentas caladas y antes de entrar en el museo, primero me paseaba sobre las hojas caídas


Recuerdo aquellas mañanas de juventud, cuando imbuido por la lectura de Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley solía entrar a veces muy fumado en el Museo del Prado. Dentro del coche, aparcado a la sombra de la Academia Española de la Lengua, liaba un porro, lo apuraba con lentas caladas y antes de entrar en el museo, primero me paseaba sobre las hojas caídas, rojas, amarillas, moradas de los senderos del Jardín Botánico en otoño o en invierno, donde tal vez una ligera niebla entre las ramas desnudas recibía del sol los matices del oro viejo convertidos en humo.

¿Acaso no era ese humo el que había logrado captar el pincel de Velázquez? Solía detenerme a admirar unas pequeñas coliflores violetas y blancas, escarchadas con agujas de hielo, y todo mi empeño consistía en descubrir esas mismas luces del jardín reflejadas en los cuadros de los grandes maestros.

Tenía la esperanza de que la hierba me abriera aquellas puertas secretas que daban directamente a las entrañas invisibles que había en el interior de la belleza. En cierto modo este placer era también entonces una forma de resistencia al franquismo en aquel Madrid descoyuntado por los dolores de parto de la libertad, hasta el punto de que a veces mientras me extasiaba ante cualquier cuadro oía el helicóptero de la policía que sobrevolaba la batalla que libraban los obreros por Atocha bajo los gases lacrimógenos y las pelotas de goma.

Mientras me extasiaba ante cualquier cuadro oía el helicóptero de la policía que sobrevolaba la batalla que libraban los obreros por Atocha bajo los gases lacrimógenos

La experiencia sensitiva resultaba muy curiosa. Según la jerga de entonces, la hierba dividía los cuadros del Prado en dos: los que te subían y los que te bajaban. La hierba exaltaba hasta un grado sumo El jardín de las delicias, del Bosco, y a todo el Greco, a Tiziano y Velázquez. Era una sensación placentera ver con qué naturalidad los personajes abandonaban los marcos. Recuerdo haber visto volar meninas e hilanderas, vírgenes de Murillo, las majas de Goya por todas las estancias junto con los limones de Zurbarán, los cardos de Sánchez Cotán y los reyes a caballo.

En una ocasión logré liberar de los clavos al Cristo de Velázquez para que bajara los brazos e incluso llegué a departir con El caballero de la mano en el pecho, los dos amigablemente sentados en el suelo. En cambio, al entrar en la sala donde se exhibían las pinturas negras de Goya, notaba que no había forma de que aquellas figuras diabólicas las diluyera la morbidez de la hierba. Esta paranoia se acrecentó al contemplar de cerca el cuadro de Duelo a garrotazos. Tal vez este rechazo se debía a que esta pintura solo expresaba el odio profundo entre las dos Españas, que había aflorado de nuevo en la calle.

En una ocasión logré liberar de los clavos al Cristo de Velázquez para que bajara los brazos e incluso llegué a departir con ‘El caballero de la mano en el pecho’

Después de permanecer cerrado durante tres meses a causa de la pandemia, el museo del Prado acaba de abrir de nuevo sus puertas con la exposición de su colección permanente compuesta de grandes obras maestras, universalmente conocidas y admiradas. Los ávidos espectadores deberán seguir el protocolo sanitario, pero a cambio el distanciamiento social les permitirá contemplar de forma placentera, aunque con mascarilla, este cúmulo de arte reordenado ahora para celebrar esta apertura, purgada de masificación, de modo que la mirada no tenga que abrirse paso entre una barra de cogotes.

Sería un viaje de exquisita degustación si antes o después uno se diera un paseo por el Jardín Botánico, cuyos senderos estarán animados por todos los colores de la primavera. Sin duda allí se hallan en el aire todas las veladuras posibles, incluso las que Velázquez instaló en el pañuelo de la infanta Margarita.

Si uno contempla la naturaleza con una mirada primigenia puede comprobar de qué forma se sirvieron de su luz los grandes maestros de la pintura. Al entrar en el museo el espectador será recibido en la primera sala por El descendimiento, de Van der Weyden, frente a La anunciación, de Fra Angélico, por Adán y Eva, de Durero, por El tránsito de la Virgen, de Mantegna, y por un Antonello de Mesina. A partir de ahí la experiencia estética que se iniciará a continuación no va a necesitar estar fumado para hacer inolvidable semejante descarga de belleza.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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