La odisea de Alexander von Humboldt en una epidemia de ántrax en Siberia
En 1829, el geólogo y aventurero alemán atravesó con su expedición científica miles de kilómetros de la estepa rusa arrasada por los efectos del carbunco
El estudio de la viabilidad de una moneda acuñada en platino que hiciera la competencia a las de plata que utilizaban en el siglo XIX los diversos imperios fue el principal motivo por el que el zar Nicolás I financiara generosamente la expedición de Alexander von Humboldt (1769-1859) a través los territorios más remotos de Rusia. Las minas de dicho metal descubiertas en 1822 en los Urales suscitaron en Moscú el sueño de un nuevo y poderoso rublo, pero el prusiano viajero, geólogo, geógrafo, naturalista y uno de los primeros teóricos modernos de los campos magnéticos terrestres se encontró también en medio de una letal epidemia de ántrax cuando su expedición atravesaba Siberia.
La caravana de tres coches de caballos comandada por el gran naturalista había partido de Berlín en abril de 1829 y a mediados de junio ya trotaba por la estepa siberiana. Aunque oficialmente el objetivo de la expedición era el progreso de la ciencia, en realidad el propósito del zar era que el insigne científico obtuviera evidencias sobre las posibilidades para el comercio imperial que pudieran otorgar los recientes hallazgos de yacimientos minerales en aquellas regiones, ya que aunque Rusia seguía siendo el mayor productor de hierro en el planeta y uno de los principales exportadores de minerales, la revolución industrial en Gran Bretaña cosechaba mucho mejores resultados para un imperio rival.
Pero el científico, que para entonces ya había publicado 21 tomos sobre sus viajes en América entre 1799 y 1804 ―en lo que fue la primera exposición en la ciencia moderna de la flora, fauna, y geología de ese continente—, aceptó un encargo que podía aprovechar para, cargado de todo tipo de instrumentos y acompañado de un profesor de mineralogía, un zoólogo y un eminente naturalista, extender su aprendizaje de la Tierra en regiones para él desconocidas.
Un burócrata ruso, un cocinero, un destacamento de cosacos a cargo de la seguridad y el extravagante conde francés Polier, casado con una acaudalada rusa propietaria de una finca en Ekaterimburgo, completaban la expedición.
El primer gran obstáculo con el que se topó el grupo de aventureros ilustrados fue la guerra que meses antes había estallado entre Rusia y el Imperio Otomano y que privó a Humboldt de la contemplación del monte Ararat y de “una mirada indiscreta a los montes del Cáucaso”, como escribiría en sus notas el explorador que había experimentado uno de sus mayores momentos de gozo cuando escaló hasta 300 metros de la cima del volcán Chimborazo en Ecuador. De gozo y de fama, ya que en aquellos primeros años del siglo XIX su ascensión hasta casi 6.000 metros supuso el récord mundial conocido.
Pero el mayor peligro que acechó a la expedición no fue la presencia de bandoleros kirguises en gran parte de su recorrido, ni las gélidas temperaturas que sufrió en los meses de invierno, tampoco las bandadas de mosquitos contra los que los expedicionarios hubieron de protegerse utilizando mascarillas similares a las que hoy en día está a punto de adoptar todo el planeta y ni siquiera la “indigesta comida siberiana” que, según afirmó el prusiano, le hizo adelgazar varios kilos, sino una terrible epidemia de ántrax que se desató en la estepa de Baraba en julio de 1829.
El ántrax, también llamado carbunco, es una enfermedad altamente contagiosa que suelen contraer los herbívoros a través de esporas de un suelo contaminado y que puede transmitirse a los humanos. Y, de modo similar al coronavirus, cuando ataca a los pulmones puede ser mortal.
En sus dos libros sobre la expedición a Siberia fue el primer científico en alertar sobre el peligro para el ecosistema de la destrucción de los bosques para beneficio de la industria
Humboldt, que entonces tenía 60 años, no estaba dispuesto a que un bacilo maligno se interpusiera en el único camino que conducía al macizo Altai: “A mi edad no debe aplazarse nada”, dijo y confinó a todos los porteadores y criados dentro de los coches, ordenó hacer acopio de agua y víveres para evitar en lo posible el contacto con comerciantes infectados y la expedición prosiguió su ruta.
Gustav Rose, el profesor de Mineralogía del grupo, escribió en su diario cómo “las huellas de la plaga se veían por doquier” y a las entradas y salidas de los pueblos y aldeas de calles vacías “se limpiaba el aire” mediante hogueras encendidas.
Rose, Humboldt, el zoólogo Gottfried Ehrenberg y sus acompañantes atravesaron las regiones sacudidas por la plaga apretujados en los coches, sufriendo el calor del estío con las ventanas cerradas y agobiados por la desolación de un paisaje de hombres y animales muertos y abandonados en el campo. En una aldea se horrorizaron ante la visión de más de 500 caballos muertos, como puede verse en alguno de los grabados de Herman Klencke, biógrafo de Humboldt.
Pese a todas las precauciones, los expedicionarios no podían obviar el riesgo de contagiarse cuando debían cambiar los caballos de los coches, angustia que les acompañó hasta que llegaron al río Obi, frontera natural que marcaba el final de la estepa y también de la epidemia.
El 13 de noviembre de 1829 Humboldt llegó a San Petesburgo después de un viaje de casi seis meses y 16.000 kilómetros en los que había utilizado la asombrosa cifra de más de 12.000 caballos. Partía hacia Alemania con sus baúles repletos de muestras botánicas, minerales e innumerables notas de sus observaciones sobre los campos magnéticos terrestres (años antes en los Andes había descubierto el ecuador magnético).
En sus dos libros sobre la expedición a Siberia fue el primer científico en alertar sobre el peligro para el ecosistema de la destrucción de los bosques para beneficio de la industria y la minería y del peligro de la ganadería intensiva por la que se vaciaban lagos y pantanos y se convertían en pastos. Y, pionero también en advertir sobre el calentamiento de la atmósfera, no dejó de mencionar las grandes concentraciones de gas y vapor en las explotaciones industriales.
Y el zar también quedó satisfecho con su patrocinio, ya que Humboldt ―que devolvió la parte de la financiación que no había gastado— confirmó la existencia de grandes posibilidades en la explotación de los recursos de los Urales. Y no solo eso. Convencido de que algunos minerales podían encontrarse juntos, como había observado en Brasil, la única región del planeta donde hasta entonces se habían extraído aparte de en las legendarias minas indias de Golconda, se empeñó en hallar diamantes en las vetas de oro y platino de estos montes, en las que escarbaba con las manos y escrutaba el polvo con una lupa ante el asombro de muchos que pensaban que las preciosas gemas solo se daban en regiones tropicales.
Alexander Humboldt no halló los diamantes, pero el conde Polier, sabedor de que el genial prusiano raramente se equivocaba, se puso manos a la obra en una mina de su esposa en Ekaterimburgo y ¡eureka! en pocas horas halló el primer diamante en Rusia; un mes después ya eran 37.
Pero el tesoro con el que Humboldt retornó a Berlín fue un “gabinete de historia natural” en sus baúles cargados de colecciones de plantas, minerales y rocas, según relató en una carta. Además de un valioso jarrón de dos metros de altura y una preciosa piel de marta gibelina, regalos de Nicolás I, según relata Andrea Wulf en su deliciosa historia La invención de la Naturaleza.
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