Elena Aub: Una mujer equipada para ser feliz
La hija de Max Aub vivió el exilio pendiente de España, y acompañó a su padre en el recorrido que recoge el viaje de regreso al país que habían dejado en guerra
Cuando Elena Aub se casó, en junio de 1954, su padre, Max Aub, el republicano que encargó el Guernica a Picasso, evocó en su diario el momento en que la niña desembarcó en La Habana, a su encuentro, después de siete años de destierro en París. “Con su cabeza ladeada, mirándome tan seria”. Tantos años después, cuando ya ella “volaba sola” (con Federico Álvarez Arregui, hijo de exiliados también, que sería en México una autoridad editorial y que murió hizo ayer dos años), el padre la veía equipada para ser feliz. “De niña”, escribió Max en su diario, “era la más dulce”.
Siguió siendo la más dulce. Vivió el exilio pendiente de España, y acompañó a su padre en el recorrido que recoge el viaje de regreso (tan triste al fin) al país que habían dejado en guerra. Ese trayecto está reflejado en La gallina ciega y en los fragmentos de diario de aquel viaje difícil. “Hoy hace un año”, escribió Max el 23 de agosto de 1970, “que llegaba de regreso a España, lleno de esperanza. Fueron los meses más tristes de mi vida”.
Dos años más tarde murió Max Aub, en México. Elena volvió varias veces a España, para cumplir con un mandato republicano: recoger voces del exilio y del interior, para dejar testimonio del país herido. En México había hecho trabajos de antropología y lo que mejor la identificó con la vida: amistades. Ella estaba feliz de ese nuevo (y definitivo) reencuentro con España, y lo estuvo más aún cuando su hija Teresa vino a vivir aquí. Elena halló dificultades laborales y otras melancolías. Puso en marcha, gracias a amigos de Segorbe, la Fundación Max Aub, que continúa con Teresa al frente, y contempló los vaivenes políticos de un país que le dio esperanza y, como a su padre, ramalazos de tristeza. A la mitad de ese regreso se incorporó a tareas editoriales que le eran familiares, y así nos conocimos en el Grupo Santillana.
Los que trabajamos con ella a mediados de los noventa tenemos un recuerdo común: su dulzura. “Una mujer menuda, muy delgada, con el pelo blanco cogido con un moño. La piel muy blanca, los ojos azules, emanaba paz”. A veces abría su primera casa del regreso y te invitaba a té, te sentaba a una mesa pequeña, ante tazas menudas, y explicaba su historia tan solo para iniciar la conversación. Luego escuchaba, como la niña de cabeza ladeada, atenta, que su padre describió cuando la vio desembarcar en La Habana.
España le deparó alegrías. Pero hubo un día de marzo de 2017 cuando una concejal desmañada le quitó a su padre el nombre de una de las naves del Matadero. “Toda la obra de Max Aub es un diario del sufrimiento”, nos dijeron ella y su hija Teresa, cuando comentaron el desaguisado. Ella siguió yendo a aquellos teatros, como si el alma del exilio estuviera metida en el aire de su desconsuelo. Las heridas se resuelven cuando ya has tenido tantas. Decía ayer su hija Teresa, que Elena Aub vivió una vida plena e inteligente y, en efecto, irradiaba paz. Paz y política. Hasta el último instante este país suyo le dio porvenir e inquietud. Ahora estaba atenta y triste porque el ramalazo de las derechas ponía en vilo su manera de ser y su esperanza, que como su espíritu republicano era rabiosamente de izquierdas.
Babelia
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