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Serrat: “Nos tocó viajar juntos buena parte del camino. Fue un artista extraordinario”

Víctor Manuel y Ana Belén recuerdan al artista singular

Jesús Ruiz Mantilla
Luis Eduardo Aute, en la Filmoteca Española.
Luis Eduardo Aute, en la Filmoteca Española.Europa Press

Entre Buñuel y The Beatles o Brassens. En la intersección que une el desesperado grito de Edvard Munch con Rilke o Baudelaire. Hacia Lorca por John Ford, diestro con abono en Las Ventas y figura de wéstern al tiempo, hijo de Goya, hermano pequeño de Carlos Edmundo de Ory, amante de la nouvelle vague y devoto de Woody Allen: poeta, cineasta, pintor… Y autor de algunas de las mejores canciones de la música española en las últimas cinco décadas.

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Quizás por eso, Miguel Ríos, que lo admiraba sin límite, decía ayer que se ha ido “un esteta y un artista poliédrico”. Hablar con Aute era disfrutar de una ristra de referencias –todas ellas siempre atinadas e interesantes- envueltas en un humo constante de cigarro, saboreadas con la compañía de unas copas de champán. Era un esteta, cierto: con su aire de frágil desaliño, entre el cuero, los jeans y la seda de sus camisas, siempre tan elegantemente descamisado.

Y un tipo que jamás, ni en sus encierros, renunciaba al perfume del amor entremezclado por arte de Kamasutra con sentido del humor. Ese era su tono, un parapeto inteligente y corrosivo que acompañaba con dulzura su timidez. Y también era su venganza. Ante la vulgaridad de los mediocres guardaba siempre a mano una buena pulla, un pertinente juego de palabras y doble sentido casi asesino. No en vano siempre fue un niño asombrado por los basiliscos, esos seres con cabeza de ave y cola de cocodrilo, que le fascinaban.

José Manuel Caballero Bonald lo consideraba un renacentista del siglo XXI, “a la vez extravertido y ensimismado”, como escribió en el prólogo de su poesía completa, pero espoleado por una febril curiosidad. Atenta a su tiempo, exigente con la altura moral que suponía marcaba la diferencia entre algunas vertientes. Joan Manuel Serrat lamenta la pérdida de su amigo. Continuar a partir de ahora un mismo viaje generacional más sólo. “Hemos compartido una parte de la historia y mucha vida”, decía a EL PAÍS desde su encierro en Barcelona. “Nos tocó viajar juntos buena parte del camino. Fue un artista extraordinario, con una obra más que singular, fantástica, tuvo y mostró siempre gran sensibilidad ante todo lo que hacía, ya fuera cine, arte, poesía. Pero excepcionalmente, para mi gusto, en la canción”.

No sin envidia –sanísima-, entre algunos colegas, como recuerdan en un artículo conjunto Ana Belén y Víctor Manuel: “¿Cómo no se me habrá ocurrido esto a mí?... Cantadas después con la facilidad del que está rodeado de amigos, cómplices, en el rincón preferido de su casa”, recuerdan.

Esa huella y la magia trascendió su tiempo, que fue siempre el que habitó. Bien fuera atolondrado por los bombardeos en su infancia en Manila, donde nació en 1945 –pleno apéndice de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico- y vivió hasta los nueve años. Ya en el Madrid del tardofranquismo y la transición, donde agrandó sus triunfos como intérprete o componiendo para otras figuras. Con un pie en España y otro en América, muy a menudo en Cuba, donde fue el favorito de la nueva trova y no dejó en ningún momento de cultivar su amistad con Silvio Rodríguez o Pablo Milanés.

Su legado empapó a las generaciones posteriores y a todo tipo de disciplinas y estilos. Reivindicaba a los raperos y renegaba de los triunfitos. En el concierto homenaje que le rindieron tras el infarto que casi lo mata hace tres años, lo comprobamos. Allí se juntaron y conjuntaron flamencos como José Mercé y Miguel Poveda con compañeros de viaje como Víctor Manuel, Ana Belén, Luis Pastor, Rosa León Joaquín Sabina o Serrat junto a otros más jóvenes como Dani Martín, Pedro Guerra, Jorge Drexler o Rozalén…

Aute fue allí añorado, fue rezado con las plegarias místico sexuales que elevó en discos memorables, como Templo. Había llegado la hora incluso para aquellas obras suyas más rompedoras, ya digeridas en su inmensa capacidad transgresora por quienes a día de hoy lo consideran maestro. A él, que fue discípulo continuo de sus héroes y sus referencias, que se quitaba la importancia que todo el mundo le otorgaba, que ante las estampidas sin rumbo de muchos, como buen taurino, siempre cultivó el arte de la quietud. Consciente de pertenecer a un sitio ajeno a modas y tendencias, a un hueco personal de merecida eternidad, que ya le corresponde.

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Vivió como quería vivir. No es poco. Todos los creadores, en mayor o menor medida, son egoístas con su obra, con su tiempo, con su espacio. Eduardo, como gran creador, no iba a ser menos.

Allí por donde pasó, dejó huella de su talento singular: canciones de originalidad deslumbrante, de esas que te dejan en suspenso: ¿cómo no se me habrá ocurrido esto a mí?... Cantadas después con la facilidad del que está rodeado de amigos, cómplices, en el rincón preferido de su casa.

Dibujó, pintó, escribió, a su aire, como si no hubiera mañana, a veces simultáneamente y su onda expansiva contagió a legiones de fieles y fidelizó a descreídos.

No era necesario, en absoluto, este virus siniestro para llevárselo por delante. Nadie debería morir antes de tiempo y menos, acosado y con la espalda indefensa.

Descansa en paz, Eduardo.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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