Leiva inmortaliza en directo su postal más arrolladora
El rockero madrileño, fiel a la política del enroque pero con algún momento estupendo, se concede un festín ante 15.000 testigos
Por muchas horas de vuelo que puedan acreditarse, y a fe que Leiva suma unas cuantas, la perspectiva de un disco en directo debe de provocar una mezcla de responsabilidad, adrenalina y tembleque. Son sus buenos ocho meses los que esta gira de Nuclear lleva dando vueltas a un lado y otro del mar océano, pero era el espectáculo del lunes, y no otro, con sus 15.000 testigos fervorosos en el WiZink Center madrileño, el llamado a pasar a la posteridad. Con su magia y resbalones, con el vértigo zumbando en los oídos y las mariposas aleteando, frenéticas, en la misma boca del estómago. Nada de silencio: se graba.
Imaginamos que nuestro hombre de la esquelética figura sufriría este 30-D, como cualquier otro mortal, su cuota de incertidumbres, dudas y desvelos. Pero salió en tromba, alardeando de pose y poso, seguro de lo que se traía entre manos y de quienes le acompañaban en el trance. Más alineado con Guardiola que con el Cholo Simeone, a él que tanto le gustan las metáforas balompédicas.
Había coqueteado un disco atrás José Miguel Conejo (Madrid, 39 años) con la idea del álbum en vivo, incluso en el fragor multitudinario de Las Ventas, pero no se vio entonces legitimado para abordar tan clásico ritual roquero. Los líderes y los triunfadores, ya lo ven, también conocen el temblor en los renglones de sus propias biografías. Pero en el trance de concluir la década, al menos en apariencia (la RAE ya se encarga de recordarnos que tal cosa, en puridad, no sucederá hasta el tránsito del 20 al 21), el madrileño sí se ha visto sobrado de motivos, por respetar la terminología de su maestro y protegido Sabina. Sobrado incluso de sentido del humor. “Dentro de dos días volverán los años veinte, y espero con toda la fuerza de mi corazón que también regrese el swing”, formuló con guasa, entre la perplejidad de la chavalería, nada más abrirse la velada.
No parece que vaya a ser precisamente él quien propicie ese retorno. Lleva toda la vida demostrando una fidelidad inquebrantable a su propia escritura, que a veces parece prendida por papeles de calco. Esos mismos que, aunque solo fuera por una cuestión generacional y la propensión actual a las contaminaciones estilísticas y las impurezas, no deberían figurar con tanta tenacidad en su equipaje.
No importa. A Leiva le marcha bien, más que bien, escribiendo canciones que parecen versiones de Leiva. Estirando la leivadura para que del horno acaben saliendo rosquillas de sabor inequívocamente familiar. La fórmula resulta así más sencilla de procesar por los diferentes órganos deglutores, y en los paladares de los feligreses no parecen registrarse casos de celiaquía que aconsejen modificar la composición.
La noche, predecible e impecable, ungida de calor y gloria, de ese positivismo voluntarista con que los seres humanos celebramos el tránsito del calendario, se enriqueció con algún potenciador del sabor. Leiva se sabe muy bien el catón del rock y puede colocar aquí y allá sus buenos señuelos: esa Guerra mundial por una vez más beatle que stone, ese riff coreado a la manera de los Black Keys en Lobos (la favorita de su autor), alguna nota alterada en un Godzilla que luego desemboca en un nananá final, para que nadie le tome por enrevesado. Incluso hay una trompeta que parece sugerida por el mismísimo McCartney en Nuclear, pero hablamos de un tema construido con una especie de doble estribillo ascendente. O sea: leivismo en vena.
Pero dentro de esa pulcra excelencia, de la elegante sonoridad de rock con metales que exhibe la Leiband desde sus orígenes, sucedió algo verdaderamente mágico cuando el bueno de Conejo abordó en completa soledad Vis a vis, recreándose en el blues acústico de su guitarra esplendorosa, exhibiendo las santas agallas de quedarse cantando a capela ante 15.000 almas la estrofa aquella de “Esta voz no hay quien la calle”. Ojalá el testimonio audiovisual resulte lo bastante elocuente, porque aquello sirvió como punto de inflexión. Incluso para afrontar el estreno absoluto de una pieza, la autocomplaciente Mi pequeño Chernobyl, en la que el firmante preserva su autenticidad frente a los envites de la fama. Y hasta alardea: “No me excita el aplauso de los críticos más duros”. Caramba.
Quedaba solo la avalancha final, con los audiovisuales (excelentes) apuntalando de rojos reiterados el ambiente de infierno gozoso, y con la artillería de Pereza (Como lo tienes tú, Estrella polar, el ineludible postre de Lady Madrid) batiéndose en duelo con los títulos mayores de Leiva: Terriblemente cruel, Mirada perdida, Sincericidio. No busca Leiva, ajedrecista del enroque, pescar en nuevos caladeros. Pero en su segmento, y habrá constancia sonora de ello, se despachó con una arrolladora postal de su figura.
Babelia
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