Catherine Deneuve: “Tengo cuidado para no dormirme en los laureles”
La diva francesa protagoniza ‘La verdad’, la nueva película del japonés Hirokazu Kore-eda
En la Tierra, debe de haberlo visto casi todo. De ahí que, para cazar nuevos sueños, Catherine Deneuve levante la mirada hacia el cielo. “Quiero ir a la Luna”, dice. Y sonríe. Casi seguramente bromea, aunque algo en su tono invita a no descartar nada. Al fin y al cabo, tampoco le quedaría tan lejos: hace tiempo que la diva habita aquel rincón exclusivo del firmamento reservado a las estrellas más relucientes. De ahí, cuando el monumento, a sus 76 años, cruza la puerta, una estela de respeto y admiración se cuele por la habitación. Se difunde, incluso, cierto temor reverencial. Firmeza y libertad también son parte integrante de su mito. Y ella lo sabe. Al parecer, hasta los directores se empequeñecen ante su figura. “A veces es difícil encontrar desafíos en los papeles. Me tratan como una institución y soy consciente de ello. Tengo cuidado, para no dormirme en los laureles. Mi curiosidad me ayuda”, asegura.
De momento, la Luna tendrá que esperar. Deneuve pasó casi un mes hospitalizada, tras el leve accidente cerebrovascular que sufrió en pleno rodaje de De son vivant. Fue dada de alta a mediados de diciembre, y se recupera entre los suyos. Tal vez en Navidad le pregunte a su madre, Renée-Jeanne Simonot, la formula secreta para derrotar a la edad: tiene 108 años, vive sola y juega al bridge, según contó la actriz en septiembre, en el Festival de Venecia. Ahí, Deneuve también presentó uno de sus últimos trabajos, La verdad, del japonés Hirokazu Kore-eda, que se estrenó el día de Navidad en Espana. De ello habló entonces, con una decena de periodistas. Y de mucho más: cine, vida, fama y, cómo no, cigarrillos.
En La verdad encarna a otra diosa del cine: una actriz tan venerada como implacable, ególatra, reina en el plato y en su casa. Extraordinaria, en todos los sentidos. Y desesperante para su hija (Juliette Binoche), que acude a visitarla. Por si algo suena peligrosamente familiar, Deneuve se apresura a borrar paralelismos: “Espero que no sea un autorretrato. Tenía que imaginarlo, es muy distante de mí como actriz y persona”. Con su personaje comparte, eso sí, el talento: su trabajo fue encumbrado por encima de la película.
Eso si, a Kore-eda no le ha faltado valor. Por primera vez filma fuera de su Japón natal, en Francia, con dos estrellas del país, el idioma y hasta algún guiño local. Aunque, al parecer, en el rodaje ofrecía la imagen opuesta. “Es muy discreto, timido y humilde. Estuvo mucho en París antes de la película, pero nunca me preguntó nada. La presencia del traductor también cambia la relación: la gente tiene más cuidado con lo que dice”, relata Deneuve. Así que, curiosamente, a menudo era la actriz que interpretaba al director: “Tratas de leer su cara al final de la toma, para ver si está contento o no. Primero, te deja hacer la secuencia como quieras. Luego ya sí dice algo”.
En el fondo, Deneuve siempre ha defendido que el cine es un medio de directores y que ella necesita alguien tras la cámara que la guíe. En su caso, a menudo se ha tratado de genios, como Bunuel, Truffaut o Polanski. Nacida en octubre de 1943, durante la Segunda Guerra Mundial, hija de actores, de pequeña se planteó más bien otros caminos: arqueóloga, o diseñadora de interiores. Hasta que un día de verano de 1957, acompañó a su hermana, la también actriz Françoise Dorleac, a un rodaje, y acabó reclutada en Les collegiennes. Era el comienzo de la leyenda: llegaron El vicio y la virtud, Los paraguas de Cherburgo, Belle de jour y la adoración mundial.
Su nombre ha sido asociado a libros, canciones, perfumes, ropa, cuentas falsas en redes sociales, listas de las más sexy del planeta o campañas en defensa del aborto. Hasta debió demandar a una revista que pretendía llamarse como ella. Fue nominada al Oscar una vez, en 1993, por Indochina, y es la segunda actriz con más candidaturas a los César (14), tras Isabelle Huppert. De ella, por cierto, Deneuve dice que es la única intérprete “capaz de llorar de repente”. Aunque tal vez el mejor resumen de su importancia llegó cuando, en los ochenta, su rostro representó a Marianne, el símbolo nacional de la república francesa. No por nada, hace tiempo que le llueven ofertas para editar su autobiografía.
Todo ello conlleva una gran responsabilidad: “Tengo mucho cuidado con los proyectos que hago. Y hoy más aún. No me fijo solo en mi personaje, sino en el guion en sí”. Aunque también ha forjado su independencia. Reconoce que el humor no es “la base” de su manera de ser, y una vez confesó que su palabra favorita es “no”. Deneuve, en definitiva, nunca renuncia a ser ella misma. “Hay prioridades en la vida. Y ser actriz no lo es todo el tiempo”, suelta.
“Hay ciertos sitios a los que no puedo ir, como una playa en el sur de Francia en agosto. Aunque tampoco me apetece. La mayoría del tiempo hago lo que quiero. Saco a mi perro, voy al mercado, he estado sola en un cine”, relata. Sostiene que su familia la ha cuidado desde pequeña, enseñándole a evitar demasiada exposición, y que se siente libre de decir lo que quiera. O casi. Porque el revuelo causado por un manifiesto que firmó junto con otras personalidades donde defendía el “derecho a incomodar” de la seducción le ha dejado una huella: “No me voy a expresar más sobre el movimiento MeToo, es imposible estar segura de que salga exactamente lo que digas”.
Hay algún asunto más que se le resiste. Siempre le ha tenido miedo a subirse a un escenario. Y tres veces quiso dejar de fumar. Cuando le preguntan por el intento más reciente, directamente se ríe. Quizás ahora los médicos se lo hayan ordenado. O suplicado. Porque al final, como siempre, decidirá ella. Seguro que, si quiere, hasta irá a la Luna.
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