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LA LIBRERÍA

Hola, Vicente Soto

El escritor, que ganó el Premio Nadal en 1966, fregaba platos en Inglaterra y saludaba a los árboles

Vicente Soto, en su casa de Londres.
Vicente Soto, en su casa de Londres.
Juan Cruz

Descendiente de Azorín y de Proust, exiliado del hambre de España, y de la guerra, que hizo en el bando republicano, Vicente Soto fregaba platos en el exilio de Londres y saludaba de madrugada a los árboles. “Hola, árbol”. De la generación de Buero Vallejo, del que fue amigo y corresponsal atento, conoció en la emigración forzosa la angustia de la lejanía y la incomprensión de un país esquivo. Su vocación fue la escritura, a la que se acercaba de madrugada, una vez liberado de los diferentes trabajos que lo llevaron de los seguros y los fregaderos londinenses a la traducción de textos marítimos. El Premio Nadal, que obtuvo en 1966 con La zancada, le abrió la puerta de cierto olimpo, pero entonces, como ahora, si no estabas en la pomada literaria eras tan solo uno que saluda a los árboles en la soledad que también se llama extranjero.

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Este 22 de febrero fue su centenario. En algunas partes han reescrito su nombre como el autor, por ejemplo, de Tres pesetas de historia o de Bernard, uno que volaba, y la UNED organizó a principios de mes un recital en su honor (Exiliado en el aire: Recordando a Vicente Soto), en el que su hija Isabel, periodista, profesora, y otros leyeron textos suyos. Amante de la música popular, en el acto hubo también canciones, entre ellas una que hizo Jorge Maletá sobre la figura más querida del escritor, Topotón, alegoría que en su obra (y en su conversación) representaba a los pelagatos, y que a veces le servía para referirse a sí mismo.

Elegante, vestido para salir, con su chaqueta de tweed, su bigote bien peinado, un gentleman que nunca quiso ser inglés sino de la orilla del mar, vivía en el norte de Londres como si estuviera a punto de tomar el tranvía a La Malvarrosa. Dejó esa geografía soleada y a los 35 años era “un niño asustado” fregando platos en el Soho. Inauguró así, en el exilio, “años inolvidables, duros como mendrugos, latentes como una rabia latente”. En su texto autobiográfico En tercera persona, publicado a los 83 años (murió a los 90, en 2011), explicó la sensación que la edad le fue dejando, lejos del sol, saludando a los árboles ingleses: “Envejecer consiste en ir teniendo más, cada vez más, amigos muertos que amigos vivos”.

En ese resplandor que limitaba la melancolía con La Malvarrosa incluyó su tránsito habitual de la adolescencia, de Ruzafa a Sagunto. “Quisiera apearme en la próxima, por favor…”. Él no vivía en Inglaterra, decía, “vivo en una casita de Londres”, donde se hizo construir una buhardilla como si allí lo fuera a acompañar el niño que, a los once años, quiso volar y escribir, saludar a los pájaros, viajar hasta el mar, ser libre. En medio de esas metáforas de libertad amaneció la guerra. Él y Buero hicieron de esa historia común, de esa sangría, objeto y sentimiento en una correspondencia que hace tres años fue editada por la Fundación Banco de Santander y puso juntos otra vez sus nombres. “Hola, Toni. Hola, Vicente”.

Su hija Isabel decía esta semana: “Sobre todo, en aquel exilio de Londres, él se refugiaba en su lengua. Decía que ni siquiera Franco le iba a quitar su lengua. Y por eso mi hermano Vincent, que es arquitecto y vive en Londres, y yo hablamos español sin mayor problema… Él forma parte de esa segunda ola de exilio que comienza a finales de los cuarenta. Se hubiera quedado en España, pero ‘para no vivir’, como decía. Mi madre, Blanca, sigue allí, a sus noventa años; allí fue su compañía… Todo lo hacía para escribir. Su lejanía geográfica lo apartó de las tendencias de la posguerra, y le dio libertad”. Eso dice la crítica. Eso dice, por ejemplo, Luis Suñén, que se ocupó mucho de su obra y que lo despidió en septiembre de 2011, cuando Vicente Soto dijo adiós a todo esto. Dijo Suñén en EL PAÍS: “Le recordaremos siempre en su sillón de Ashley Gardens[…], pero, sobre todo, leyéndolo como el extraordinario escritor que fue y que debiera ser por siempre en este país tan duro con sus vivos y con sus muertos”.

Su escritura era la de la paciencia; escribía su propia taquigrafía, corregía en bolígrafo verde o rojo; hasta en el hospital, dice su hija, siguió escribiendo. Dejó atrás la Underwood, conservó hasta el último suspiro los nombres de sus amigos de infancia. Ese bolígrafo de tantos colores fue, al final también, su “hola a la escritura” que lo mantiene vivo más allá de la muerte. Hola árbol, hola Vicente Soto.

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