Vicente Soto, un novelista transterrado
Casi sesenta años llevaba Vicente Soto viviendo en Londres -nacido en Valencia en 1919, muerto ayer en Madrid a punto de regresar a la ciudad que fue su vida-, convertido en alguien que seguía de cerca la peripecia española mientras era visto demasiado de lejos desde aquí como escritor. Su gran triunfo llegó con La zancada, la novela con la que ganaría el Premio Nadal en 1966, aunque antes y después hubiera escrito dos de los grandes libros de relatos de aquel momento y de los últimos cincuenta o más años en España: Vidas humildes, cuentos humildes, de 1948, y esa compilación magistral que fue Casicuentos de Londres, de 1973. Libros, los tres y los que vinieron luego, en los que estaban todos los datos de su narrativa, ese estilo construido con una enorme sutileza en la elaboración del lenguaje -también ahí uno de los grandes- y esa ternura en el tratamiento de unos personajes que pasaban por la vida sin que nadie los notara pero notándose a sí mismos como protagonistas inocentes de un drama que no siempre acababan de entender. Con los años, Vicente Soto se fue haciendo cada vez mejor escritor y cada vez, también, menos habitual en las listas de nuestros grandes narradores, ausente tontamente en los resúmenes de los nombres que habían reconstruido la novela española tras la Guerra Civil y más allá. Tres pesetas de historia, metida como con calzador en una operación de mercadotecnia editorial, fue una novela reveladora de cómo un novelista de estirpe clásica podía asimilar sin problemas unas técnicas que a otros compañeros de generación les resultaron insoportables. Y lo mismo sucedería con Mambrú no volverá, una deslumbrante puesta en ficción de esa experiencia infantil que fue una de sus obsesiones. Todos sus libros son otras tantas muestras de un modo de narrar que calaba en la emoción de lo aparentemente pequeño, de eso que él llamó, sí, vidas humildes, quintaesenciado en lo que sus lectores de siempre podríamos, tal vez, calificar de su obra maestra: ese relato inolvidable que se tituló Que no cante Mamma Rosie. Pocos autores de su momento han tenido la brillantez de Soto, su dominio de las palabras, su naturalidad a la hora de afrontar esas historias que con una sabiduría ejemplar convertía en literatura de primera clase. Ya sé que nada tiene que ver con eso pero, además, Vicente Soto fue de una bondad, de una generosidad extremas, amigo y maestro irreemplazable. Con nosotros sigue Blanca, sin la que no hubiera sido quien fue, esa Bla a la que adoraba como nosotros, los que le conocimos, adoramos a los dos. Lo recordaremos siempre en su sillón de Ashley Gardens -al fin sus cenizas descansarán en el Mediterráneo, él que tan magnífico inglés llegó a ser- pero, sobre todo, leyéndolo como el extraordinario escritor que fue y que debiera ser por siempre en este país tan duro con sus vivos y sus muertos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.