Tardes de tertulia en el Arriaga
Atxaga sentía que el juego era a todo o nada: escribir y vivir, o el olvido
Recuerdo con nitidez la primera vez que vi y saludé a Bernardo Atxaga. Lo conocí un poco después, en las tardes de tertulia del Arriaga. En el coqueto teatro de Bilbao existía, antes de la renovación del edificio, una cafetería y allí Atxaga, junto a sus amigos de la banda Pott, había creado un cenáculo literario. En esas reuniones comenzó la aventura que ha llevado al escritor vasco el Premio Nacional de la Letras.
Nunca se sabe cómo funciona el destino. Aquellos encuentros me parecieron fascinantes, pero siempre sentí que aparecían extraños y únicos. Atxaga se servía de una institución, que se consideraba anticuada y conservadora, la tertulia, para promover una revista de vanguardia. Pero, en ese contexto de la primera transición, las reuniones creaban espacios de libertad de opinión, de discusiones abiertas sobre literatura. Esa actitud representa la metáfora de lo que ha sido la trayectoria vital de Atxaga: unir pasión y vanguardia, creación y vida, servirse de una tradición para encontrar dentro de ella nueva sustancia.
Ya entonces veíamos que aquello era especial. Al calor de aquella experiencia se reunían escritores de diversa estética (también Javier Aguirre Gandarias, recién fallecido, a quien Atxaga elogiaba), literatos que sabían que no tenían que pagar por editar en la revista Pott Banda, cuyos gastos corrían a cuenta de Atxaga, Jimu Iturralde, Jon Juaristi, Joseba Sarrionandia, Ruper Ordorika… Pasión, vanguardia y generosidad.
Lograron tanto éxito esas reuniones que los creadores de la banda Pott tuvieron que buscar nuevos lugares, donde seguir en su aventura poética, y en euskara. Se intuía que de allí iba a nacer algo nuevo y especial. Atxaga reflexionaba sobre la profesionalización del escritor y sobre el compromiso en la escritura, quería ser un escritor de verdad, un creador total. Probablemente ya lo era. Sentía que el juego era a todo o nada: escribir y vivir, o el olvido.
Se citaba a Borges, se leía a Pessoa, se ironizaba sobre la literatura unida cortamente a la ideología, se buscaba la libertad creativa. No había existido nada así en la literatura vasca hasta entonces. Quizás imitaba la misma generosidad que animaba a Gabriel Aresti a empeñarse —y endeudarse hasta las cejas— en la edición de nuevos escritores vascos.
La banda Pott (1977-1980) tuvo su momento. Y la revista que promovieron se cerró, también por una excesiva generosidad. Los componentes del grupo se dispersaron. Pero en esas tardes de tertulia se gestaron nuevas corrientes de creación.
Y Atxaga ha seguido —pienso— en la senda que le llevó a unir tertulia y vanguardia, en una eficaz y tenaz imposición personal en el impulso para crear un mundo narrativo en el que la arqueología de la memoria sea una característica central en su obra. Se trata de trazar un territorio y, luego, describir poco a poco su historia, profundizando en secciones cada vez más recónditas que alcancen el nivel del corazón humano. Ese es el territorio Atxaga: tardes de tertulia, profesión, calidad, calidez… arte.
Jon Kortazar es catedrático de Literatura Vasca en la Universidad del País Vasco y autor del libro Pott Banda.
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