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Encuentros con los grandes mecenas (XIII)

Mitchell Rales y Emily Wei Rales: “No queremos ser las personas más ricas del cementerio”

El matrimonio dirige el museo Glenstone, en Maryland, donde han reunido una colección de arte con más de 1.300 piezas modernas y contemporáneas

Emily Wei Rales y Mitchell Rales, directivos del museo Glenstone, en Mayland, EE UU.
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Podría pensarse, a juzgar por la predominancia de una voz sobre la otra, que la extraordinaria pareja que ha recibido a EL PAÍS con tanta cordialidad es más bien despareja. Y, sin embargo, sería un error, porque Mitchell Rales y Emily Wei Rales funcionan como un tándem armónico, si bien poco convencional. Él es un billonario de perfil bajo muy respetado en Washington D.C. Su padre, Norman Rales, fundó un imperio de bienes raíces desde cero, cumpliendo con los estándares cinematográficos del sueño americano. A los 23 años, Mitchell siguió sus pasos junto a su hermano: ambos comenzaron a comprar compañías y, rápidamente, se convirtieron en industrialistas de primera línea. De ahí a transformarse en coleccionista de élite y a querer dejar su marca en el universo filantrópico había solo un pequeño salto. Emily fue una parte fundamental de esa transformación. 

Mitchell está en su salsa: se presenta relajado, con una camisa celeste y pantalones de sport.  Emily es historiadora de arte y comisaria en jefe de Glenstone, su museo privado con entrada gratuita ubicado en Potomac, Maryland, donde los Rales exhiben su magnífica obra, y cuya reciente ampliación costó 200 millones de dólares. Las oficinas donde nos encontramos se ubican en el sótano del museo, diseñado por el arquitecto Thomas Phifer, que consta de veinte mil metros cuadrados. Los ventanales se abren hacia unos jardines que ocupan 1.700 metros cuadrados, diseñados por Adam Greenspan y Peter Walker, que invitan a bajar el tempo y a contemplar el paisaje antes de llegar a las galerías. 

Tanto los espacios internos como los externos, minimalistas y equilibrados, acompañan el concepto que los Rales han abrazado y que está compuesto en partes iguales de austeridad y elegancia. Más de 1.300 piezas modernas y contemporáneas forman parte de su colección, situada a 30 minutos del centro de Washington D.C. No obstante, no es la cantidad, sino la calidad y el carácter, lo que distingue a este centro cultural, donde no faltan tótems como Alexander Calder, Mark Rothko, Louise Bourgeois, Andy Warhol, Jasper Johns o David Hammons. 

¿Cómo comenzó esta historia? De una manera muy sencilla, según asegura Mitchell: “Construí una casa que quedó lista en 1990 y me encontré con una gran cantidad de paredes blancas. Sentí la necesidad de poner algo en ellas, pero no tenía antecedentes, porque no crecí alrededor del arte ni nunca fui museos. Me interesaba sobre todo el mundo del deporte”. Esa revelación sirvió para que el empresario comenzara una relación de “amor, fascinación e intriga”; palabras que escoge cuidadosamente. 

“Un secreto que rara vez cuento es que las primeras dos obras que compré, de Picasso y de Matisse, no me cautivaron. No me enamoré hasta que no descubrí el expresionismo abstracto. Y es curioso, porque en su tiempo, así como Cézanne estaba totalmente consagrado, aquellos artistas revolucionarios eran incomprendidos y tenían poco prestigio, como si lo que hicieran hubiera sido volcar conceptualmente muchos colores sobre un lienzo. Yo me siento muy conectado con ese sentimiento, pues, siendo joven, cuando comencé a comprar y a innovar en el mundo de la empresa con mi hermano, la gente tampoco tenía mucha fe en nosotros”. 

“Hoy me encantan Picasso y Matisse, pero no me interesa coleccionarlos del modo en que me fascinan los expresionistas abstractos o los contemporáneos”, agrega. “Y me gustaría resaltar que, como en todos los mercados desregulados, hay muchas posibilidades de que te engañen en el mundo del arte, con lo cual resultó clave el hecho de que un vendedor de arte de la categoría de mi amigo Bob Mnuchin fuera mi guía”. 

El arte no solo ha cautivado a Mitchell a través de sus obras maestras. “Yo trabajaba en una galería de arte contemporáneo en Chelsea, Nueva York, y Sandy Rower, un amigo en común que es nieto del gran Alexander Calder, nos presentó tendiéndonos una trampa, porque pensó que encajaríamos”, recuerda Emily entre risas. “Yo vengo de un ambiente más intelectual que Mitch, que entró en el mundo del arte a través del mercado secundario, es decir adquiriendo obras que ya estaban en otras colecciones. Mi experiencia profesional estaba relacionada con el mercado primario, con organizar exposiciones y trabajar con individuos creativos y a veces impredecibles, como son los artistas”. 

De vuelta a la conversación sobre el museo, Mitchell explica que “la experiencia para los visitantes de Glenstone es única no solo por las obras, sino por grandes instalaciones que solo se pueden exhibir en museos y que consideramos muy interesantes. Para llegar aquí fue necesario encontrar nuestra pasión y lo que consideramos esencial en nuestras vidas. Quisimos hacer algo duradero, verdaderamente distinto, y contribuir al bien de la humanidad. Pero el motivo de Glenstone y de esta colección es que no queremos ser las personas más ricas del cementerio. Podemos compartirla con los visitantes a perpetuidad, dejando una huella perenne que sirva a las generaciones venideras”.

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