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Demasiadas historias

‘Piel de plata’, de Javier Calvo, se engloba en la tradición literaria del encuentro epifánico pero se enturbia con otras líneas narrativas

J. Ernesto Ayala-Dip

Recuerdo que reseñé un libro de cuentos de Javier Calvo. Se trataba de Risas enlatadas (Random House, 2001) y destacaba, entre otras virtudes, la notoriedad de sus personajes y la verosímil convivencia entre los seres de ficción y los reales. Esa notoriedad la recuerdo en el protagonista del cuento que daba título al volumen, un tipo que evitaba que los problemas le afectaran y como si se tratara de un bumerán, afectaran a los que le rodeaban. En su nueva novela que ahora publica, Piel de plata, esa notoriedad, moral y psicológica, vuelve a hacer acto de presencia, aunque no con la convicción de aquellos relatos.

Pero empecemos por el principio. Hay un motivo literario de larga tradición en la literatura de Occidente que Javier Calvo utiliza en su novela. Se trata de encuentros epifánicos. Petrarca lo inaugura con Laura. Siglos más tarde le siguen Marcel Schob, con Monelle (El libro de Monelle), Alain-Fournier con su fugaz Yvonne a orillas del Sena (El gran Meaulnes), André Breton con Nadja (Nadja). En la novela en castellano, en esta misma línea, siempre incluyo el encuentro entre Martín y Alejandra de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato.

Pues bien, en principio Piel de plata prometía el desarrollo de este motivo. Pol es un chico de 14 años que un día conoce a una chica mayor que él llamada Bronwyn. Este nombre tiene su historia, dentro y fuera de la novela de Calvo. Dentro, como dispositivo narrativo. Y fuera, es el nombre que lleva un personaje de la película El señor de la guerra (1965), del director F. J. Schaffner. Ese personaje lo encarnaba la actriz Rosemary Forsyth. Pues esa pe­lícula la vio el poeta Juan Eduardo Cirlot, un verano de 1966. Quedó tan impresionado por la rubia figura de Bronwyn, rodeada de escenarios medievales y mitologías celtas, que ideó a partir de esa experiencia cinematográfica una obra poética autónoma conocida como el ciclo Bronwyn.

Rosemary Forsyth en 'El señor de la guerra' (1965), de Franklin J. Schaffner.
Rosemary Forsyth en 'El señor de la guerra' (1965), de Franklin J. Schaffner.

La Bronwyn de Javier Calvo es hija de un estudioso de la obra de Cirlot. Pol, el narrador de la novela que leemos, y el narrador de su propia historia epifánica cuando tenía 14 años, se adentra en la descripción de varios escenarios. A esa especie de obsesión en que se transforma la chica del encuentro se le suman otros encuentros si no tan epifánicos como el primero, sí igualmente reveladores de mundos invisibles, mundos paralelos que están ahí pero a los cuales no tenemos acceso si alguien no nos conduce.

Me parece que Javier Calvo perdió una oportunidad de escribir una novela en la estela de las citadas más arriba. Debió haberlo hecho porque nos la anunció en las primeras líneas. Incursiona, sin embargo, de manera bastante errática por una Barcelona subterránea, llena de misterios inescrutables. Rescata a un escritor perdido en un voluntario anonimato. La madre de Pol, por ejemplo, se merecía más metraje. Además, todo se enturbia más con un ambiguo homenaje a Juan Eduardo Cirlot. También aparece la admiración que algún personaje siente por un grupo de rock acusado de neonazi. En fin, todo muy alejado de esa premisa que un día nos cedió Clarice Lispector: “Una historia hecha de muchas historias y no todas puedo contarlas”. Javier Calvo no debió contar todas las historias. Nos hubiera bastado con una sola. La esencial que enunció y lamentablemente desperdició.

Piel de plata. Javier Calvo. Seix Barral, 2019. 320 páginas. 19 euros.

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