La voz viva de Marcel Schwob
Hay escritores poco leídos pero de gran influencia en otros creadores. Es el caso del autor de ‘Vidas imaginarias’, de quien ahora se editan sus ‘Cuentos completos’
El caso de Marcel Schwob es bien curioso y divertido y seguramente le divertiría a él mismo, hombre de tanto humor que llegó a viajar a Samoa a ver la tumba de Stevenson y cuando llegó a la isla, después de un azaroso y largo trayecto en barco, dio una mínima vuelta por allí y, según él mismo relató en carta a Marguerite Moreno, vio gente desconcertante y, además, unos hermanos maristas muy sucios y acabó huyendo de allí, no viendo nunca la tumba.
Este escritor, que murió joven en 1905, es un autor cada día más influyente en la literatura contemporánea, aunque no tiene demasiados lectores. Sin embargo, su presencia tan visible en obras de grandes autores le permite seguir muy vivo en la obra de éstos.
Ha influido en Faulkner, Borges, Cunqueiro, Perec, Bolaño, Sophie Calle, Cristian Crusat o Pierre Michon, por hablar sólo de unos cuantos. De todos modos, no estaría mal que nos diéramos una vuelta por la fuente original y acudiéramos a sus textos, porque están llenos de iluminaciones, y se abren en ellos constantes caminos de imaginación para la literatura. Y no puede alegarse ahora que leer a Schwob es algo que nos lo hayan puesto difícil, puesto que, bajo el título de Cuentos completos (Páginas de Espuma) se acaban de reunir, editados y traducidos por Mauro Armiño, todos los libros de relatos que publicó en vida, escritos en el increíble breve periodo de tiempo que va de 1891 a 1896 —Corazón doble, El rey de la máscara de oro, Mimos, La cruzada de los niños, El libro de Monelle y Vidas imaginarias—, además de un conjunto de relatos que quedó disperso o inédito.
No tiene muchos lectores, pero en todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob organizándose en pequeñas sociedades secretas. Existe incluso el rumor de que la más clandestina de las células de una de esas sociedades, celosa de que sea demasiado descubierto, viene trabajando en la sombra a lo largo de los años para evitarle una popularidad excesiva.
Diez voces, diez versiones
Su libro más influyente, el que más caminos abriera y sigue abriendo, es sin duda Vidas imaginarias, donde utiliza personajes reales de la historia como Eróstrato, Lucrecio o Petronio para componer unas biografías muy breves que mezclan erudición y anécdotas de tipo extraordinario. Borges las tomó como modelo para su Historia universal de la infamia, donde los protagonistas son reales, pero los hechos pueden ser fabulosos y en ocasiones fantásticos.
Sophie Calle adora la vida imaginaria de Petronio, contada por Schwob, y creo que motivos le han sobrado siempre. Ahí Schwob desmiente la leyenda oficial, según la cual Petronio habría sido asesinado y nos cuenta que Petronio escribió dieciséis libros de aventuras y, una noche, con su esclavo Siro escapó de la condena a muerte de Nerón y, cargando con un saquito de cuero que contenía sus ropas y sus denarios, se dedicó a vagabundear por el mundo y a vivir él mismo las aventuras que previamente había escrito. Y finaliza así el relato: “Petronio olvidó completamente el arte de escribir en cuanto vivió la vida que había imaginado”.
La sombra de Schwob es tan alargada que no sólo llegó a Borges, sino a Faulkner, que tomó buena nota de La cruzada de los niños, esa historia real tan fascinante, esa leyenda en la que belleza y horror se unen para contarnos una expedición infantil al Santo Sepulcro. Schwob la ficcionó con dramatismo breve y memorable, y también con originalidad en la forma de contarla, pues buscó escapar de los cánones narrativos de la época y, huyendo del realismo de Emile Zola que tanto predominaba en aquel momento en Francia, se adentró en una narración contada con una sencillez endiabladamente compleja, construida con diez informaciones muy subjetivas acerca de un solo hecho, realizadas por los implicados en él; diez versiones, diez voces, combinándose en la exposición del drama. Esa es la estructura de La cruzada de los niños, adoptada años más tarde por Faulkner para Luz de agosto, y que Bolaño tuvo en cuenta en Los detectives salvajes.
Cuando Schwob irrumpió en la escena literaria francesa de finales del XIX, nos cuenta Armiño en su prólogo que imperaba esa idea de Zola según la cual el autor de novelas debía borrarse tras un anonimato que le permitiera el análisis de la realidad, como si ésta se hallara tras una lente de aumento al otro lado del microscopio. Y en eso llegó Schwob y, ante todos aquellos que habían sentado con Zola las bases del naturalismo, propuso lo contrario: era el individuo lo que le interesaba, “una esencia única que flota por encima de los acontecimientos históricos, de las condiciones económicas”. Para Schwob, el arte era lo contrario de las ideas generales: “El arte sólo describe lo individual, no desea más que lo único”.
Schwob ha influido en grandes autores, pero no se le puede imitar porque él fue completamente único, alguien consciente de que cada hombre no posee realmente más que sus extravagancias y sus anomalías. Las de Schwob fueron su obra, una obra literaria —por mucho que no se viera en su tiempo— de choque, incluso de vanguardia si se quiere, una obra irrepetible. Su carácter de “única” es lo que hace que, en su viaje en soledad por el espacio y el tiempo, su obra parezca que tenga una luz muy antigua. Quizás por eso la leen poco, creyéndola vieja, cuando cada día está más viva, incluso en la obra de los otros.
Babelia
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