Una fascinación
Que las joyas literarias se distinguen de la bisutería sólo con el paso de los años es algo que podemos confirmar de nuevo con la edición, por primera vez completa, del ciclo poético Bronwyn, de Juan Eduardo Cirlot (Siruela, 2001): su esplendor oscurece muchas obras que le son contemporáneas y su fuerza secreta se impone sobre libros muy inferiores pero infinitamente más citados. He leído comentarios esperanzadores sobre su actual recepción, pero me ha sorprendido cierta extrañeza, en alguno, acerca de la fijación de Cirlot por la actriz Rosemary Forsyth, protagonista de la película El señor de la guerra, de Franklin Schaffner, y fuente que alimenta todo el caudal mítico de Bronwyn.
No creo que pueda extrañarnos, sin embargo, que un poeta dé vida a un icono hasta convertirlo en la Vida por excelencia. Si pudiéramos radiografiar el lado oculto de la pintura -'el que no se ve'-, encontraríamos los momentos que alumbraron un determinado cuadro, e igual sucede con la música, en la que sonidos 'que no se oyen' guían enteras sinfonías.
En el origen de una obra maestra puede haber lo que según los ojos cotidianos sería una leve presencia, una sombra, un rastro que pasa inadvertido. Es suficiente con que la fascinación de su autor los haya convertido en un imán. No es difícil imaginar que un proceso de este tipo engendrara las sonrisas de Leonardo da Vinci o las miradas de Vermeer.
La historia de la poesía es un juego de fascinaciones a partir de un territorio relativamente reducido: el amor, la amistad, el tiempo, la memoria, la muerte. Los temas apenas cambian a través de milenios; son las máscaras del lenguaje las que nos hacen distinguir las diferentes épocas, tradiciones o estilos y ponen música a ecos descarnados.
En Bronwyn reconocemos para nuestro presente uno de los juegos más formidables en la crónica de la fascinación literaria: la imagen de la mujer como promesa de una nueva vida y como umbral de un mundo hasta entonces vedado. Juan Eduardo Cirlot traslada esta aparición al escenario moderno, de forma que no es nada gratuito que el instante fulgurante que iluminará toda su futura travesía venga provocado por el cine. Un día del verano de 1966, una sala de Barcelona, una película, una imagen. El cine ha sido para el siglo XX caverna platónica y catedral gótica, matriz de sueños y templo que alternaba la oscuridad y la revelación.
Por lo demás, no obstante, el mito tan delicadamente construido por Cirlot se halla anclado en profundidades clásicas. Nadie lo atestigua mejor que el propio Dante, cuya Beatriz se identifica plenamente con la Vida nueva. En su vida, sin embargo, fue una evanescente aparición: una niña ante los ojos de un niño que, luego, en la evocación se erige en la maravillosa criatura celeste que redime a su creador.
Igual sucede con Laura para Petrarca. Poco sabemos del encuentro real, si lo hubo, pero lo sabemos todo acerca de la explosión mítica que liberó y cuya onda expansiva todavía nos alcanza. Podemos dudar incluso de la realidad empírica de Beatriz y Laura, pero eso no importa cuando constatamos que pocos seres humanos reales han tenido su fuerza en la cultura de Occidente. Han detentado en nuestra imaginación el poder para otorgar esa vida nueva que, antes o después, todos buscamos o creemos buscar.
Esta figura de mujer preside uno de los tronos de la literatura moderna. A veces con efectos conmovedores, como la Diotima de Friedrich Hölderlin, la luz en medio de la locura; a veces con todo el misterio de lo que habita en los sueños recurrentes, como la Aurelia de Gerard de Nerval. Bronwyn pertenece a esta figura de muerte y transfiguración, junto a Beatriz, Laura, Diotima o Aurelia.
Pero al leer el libro de Juan Eduardo Cirlot me ha parecido, no sé si con razón, que su Bronwyn aún quedaba mejor dibujada si se la recordaba en compañía de ciertas heroínas de los relatos y poemas de Edgar Allan Poe: Berenice, Ligeia, Eleonora... nombres tan mágicos como sus destinos. Hubo un tiempo adolescente en el que yo estaba perdidamente seducido por estas extrañas mujeres, dolorosas y sabias como un enigma decisivo; y tras sumergirme en el mito de Bronwyn he comprendido que lo seguía estando aunque de distinta manera: más variada y rica, más paciente.
Estas enseñanzas de Edgar Allan Poe se encuentran también en la obra de Juan Eduardo Cirlot. Para penetrar en ella hay que escarbar lentamente, respirar el aire que transita entre los versos y degustar el licor que, poema tras poema, se vierte en la copa. También hay que tener la esperanza de encontrar algo: eso que aún está por venir, eso que está ahí pero no hemos descubierto. Bronwyn no es para impacientes o nihilistas -ambos grupos, respetables- ni, desde luego, para los amantes de la bisutería que se contentan con el grito o el artificio.
En cuanto a si existe la posibilidad de Bronwyn o si la imagen de una mujer, aparecida fugazmente en la pantalla de una sala de cine, merece tantos años y tantas páginas en la exploración de una vida nueva baste recordar el caso de Goethe, quien, tras 60 años de escritura y cientos de páginas, tuvo la ocurrencia arriesgada, y la grandeza, de escribir estos últimos versos en Fausto: 'Lo eterno femenino nos impulsa hacia lo alto'.
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