El sentido de la tragedia en el Parlamento
Como nadie lee a Shakespeare, nadie entiende ya de seducciones y traiciones
Lo resumió Pablo Casado con casticismo y ese raro aplomo que adquieren los políticos cuando pronuncian un lugar común del refranero: para este viaje no hacían falta tantas alforjas. Con ello expresaba sin querer algo más profundo que tiene que ver con una de las grandes paradojas del parlamentarismo. Al mismo tiempo que sus señorías perdían casi todas las virtudes retóricas que solían admirarse en su gremio, la Cámara se ha convertido en una extensión de los platós televisivos y se han contagiado del mayor de sus defectos: la falta de sentido de la tragedia.
En los debates de la tele los personajes se gritan sin llegar jamás a un clímax ni una anagnórisis, que es el reconocimiento del héroe y el antagonista, necesario para que exista una tragedia. Como vienen convencidos de casa y se vuelven a ella sin haber dudado de nada, en vez de a una obra teatral asistimos a una pelea de perros. Da lo mismo lo que se ladren porque el argumento es el hecho de ladrar. El significante, no el significado. Hace tiempo que la política no se narra como una historia con argumento y personajes, sino como un partido de fútbol donde el único acuerdo posible es insultar al árbitro.
Esto puede funcionar en la tele, que se crece al azuzar a los hooligans, pero en el Parlamento es un desastre que lleva a la vergüenza que hemos pasado esta semana. Como nadie lee a Shakespeare, nadie entiende ya de seducciones y traiciones, y todos se han persuadido de que la sola fuerza de sus gritos les va a llevar, tarde o temprano, al poder. Como espectáculo, podrá tener su aquel (la vergüenza ajena siempre es irresistible), pero, desde un punto de vista democrático, alguien tendría que recordar a sus señorías que el escaño no es un sillón de tertuliano.
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