¿Recuerdas cuando la política era aburrida?
No entiendo cómo una realidad tan malquistada, con tantísimos frentes abiertos, con tanta incertidumbre y tantas crisis, se expresa en unos discursos de investidura tan plomizos
Hay un figón modesto cerca de mi casa con una carta tan bien redactada que todos los platos parecen de estrella Michelin. He ido varias veces y no he escarmentado aún de la decepción. Todo lo que por escrito chispea, sugiere y seduce, sobre el plato es siempre una cosita insulsa en el mejor de los casos; arrojada sobre la vajilla, más que emplatada, y cocinada con la desgana de un depresivo al borde del suicidio.
Eso sucede porque los menús son literatura en la peor acepción posible, y una de las funciones de la literatura es persuadirnos de que lo real es más interesante, emocionante, lírico y épico de lo que es. Nadie maneja los adjetivos con más cuidado que un redactor de menús y de anuncios de venta de pisos, donde hay que ser muy fino para calificar de rústica una ruina, o de acogedora, una covachuela sin luz.
Parece que la política pertenece a esa literatura de restaurante y vendedor de fincas, pero viendo el debate de investidura creo que ha renunciado al viejo arte del eufemismo. “¿Recuerdas cuando la política era aburrida?”, se preguntan los personajes de Years and Years. Yo no necesito recordarlo, porque me aburro en el presente, y no entiendo cómo una realidad tan malquistada, con tantísimos frentes abiertos, con tanta incertidumbre y tantas crisis, se expresa en unos discursos tan plomizos.
Un programa de gobierno debería ser como un menú que embellece unas políticas que todo el mundo -salvo algún infeliz, como yo- sabe que se van a servir pasadas y sosas, aunque se votan con el mismo entusiasmo con el que yo reincido en mi figón con ínfulas, para poder decepcionarnos después. Pero si se presenta con esa desgana y esa largura, es normal que se vote con la misma cara de comensal harto de que le sirvan las mismas lentejas.
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