Qué bien hablan, qué agotadores
Esa ausencia de comunicación, e incluso alergia, con el comunicativo, esforzado, retórico y pretendidamente lírico universo de Juan José Campanella me ocurre casi siempre
Durante el para mi gusto abusivo metraje de El cuento de la comadreja —todo es relativo, por supuesto, hay películas largas que se te hacen cortas y al revés, también otras que te abruman desde el principio y en las que suspiras de alivio cuando llega el ansiado desenlace— tengo la sensación de que estoy asistiendo a una obra de teatro, un arte para el que poseo escasa sensibilidad y conocimiento, aunque ese embrutecimiento no me haya impedido disfrutar de algo auténticamente grandioso, como ver y oír a Vittorio Gassman a solas durante tres horas en un escenario. Alguien me aclara que la película que ha dirigido Juan José Campanella no es para mi sorpresa teatro filmado, sino que es el remake de otra película argentina titulada Los muchachos de antes no usaban arsénico. También me revelan que su argumento guarda relación con El crepúsculo de los dioses,aquella obra maestra que parió Billy Wilder en 1950. O sea, palabras mayores. Como referencia, es un terreno minado.
EL CUENTO DE LAS COMADREJAS
Dirección: Juan José Campanella.
Intérpretes: Graciela Borges, Óscar Martínez, Marcos Mundstock. Luis Brandoni.
Género: comedia. Argentina, 2019.
Duración: 129 minutos.
La protagonista es una actriz anciana que hace mucho tiempo conoció duradera gloria y que vive o sobrevive en una mansión de las afueras de Buenos Aires. La dama de Sunset Boulevard se alimentaba de sus recuerdos del viejo esplendor, en compañía de un mono y de un mayordomo sabio y trágico. También su pavorosa soledad y su patético autoengaño tenían citas puntuales para jugar al bridge con las denominadas figuras de cera, viejos colegas de la época legendaria, entre los que se encontraba Buster Keaton. Aquí, la antigua y ahora ajada diosa de tantos espectadores tiene un trío de perpetuos acompañantes. Su enamorado marido, un actor de segunda clase que está postrado en una silla de ruedas, el guionista de sus películas y el director que la convirtió en estrella. Y a esa casa no llega un guionista sin trabajo y acorralado por las deudas, sino una pareja de jóvenes especuladores, profesionales del halago y de la seducción que pretenden hacer un gran negocio si les vende su casa, el único y compartido refugio de este exótico grupo de ilustres perdedores.
Pero aunque estén cascados son muy sabios, lo saben todo entre ellos de sus miserias y su grandeza, hablan como cotorras brillantes, réplicas y contrarréplicas son intensas, irónicas, burlonas, filosóficas, plagadas de conocimiento de la vida. Me agota su espectacular retórica, me carga la gente que va todo el rato de lista y que se escucha a sí misma con tanta satisfacción. Admito que se sientan angustiados ante la codicia de los depredadores jóvenes, que se protejan mutuamente, que en su larga convivencia profesional y sentimental haya ocurrido de todo, pero para que te afecte su comedia y su drama necesitas implicarte en ello. Yo no lo consigo. Me da igual quien gane la batalla entre las voraces comadrejas y esos ancianos tan inteligentes y a la intemperie. La fábula es tan aparente como hueca. Y no se acaba nunca.
Esa ausencia de comunicación, e incluso alergia, con el comunicativo, esforzado, retórico y pretendidamente lírico universo del director Juan José Campanella me ocurre casi siempre. Con alguna excepción, como la excelente El secreto de sus ojos. Y no dudo de que Graciela Borges, Luis Brandoni, Óscar Martínez y Marcos Mundstock seas eximios intérpretes del cine argentino. Pero me ponen muy nervioso sus personajes. Está muy creíble la actriz madrileña Clara Lago en la piel de una modélica trepa porteña.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.