Vuelve el extraño ‘indie’ rural de Lorena Álvarez
La artista lanza el disco ‘Colección de canciones sencillas’, un viaje al pasado en el que dispara contra la violencia machista
El ilustre indie rural de Lorena Álvarez (San Antolín de Ibias, 1983) sigue catapultando lo tradicionalmente kitsch o, por qué no, simplemente tradicional, un género que es puro pasado colectivo y local, a un futuro en el que nada de eso le había pasado al pop español hasta que llegó ella. Que es Álvarez una rara avis a admirar en su valiente y ocurrente pureza quedó claro cuando presentó su primer álbum, La Cinta, en 2011. El álbum en sí era un casete con siete temas y la edición incluía un libreto con los acordes de las canciones y un walkman para escucharlas.
El viaje al pasado no se limitaba únicamente a lo sonoro —a convertir jotas, romances, muñeires y cumbias villeras en cápsulas de un indie locuaz en el que todo es, por fin, posible—, sino también a reivindicar cierta espartana forma de crear: la de aquellos que crecieron a la sombra de una doble pletina tratando de sacar los acordes de sus canciones favoritas. Ocho años, un disco, Anónimo (Sones, 2012), y un EP, Dinamita (Producciones Doradas, 2014). Después, Álvarez ha vuelto a hacerlo.
Aunque el título diga lo contrario, Colección de canciones sencillas (El Segell), el camino no ha sido fácil. “He entendido a qué se refería San Juan de la Cruz cuando hablaba de la noche oscura del alma. Yo era como uno de esos creyentes que empiezan a dudar pero que a la vez son incapaces de dejar de creer”, dice. Está sujetando un teléfono en algún lugar de Granada, donde vive desde hace un tiempo. “Es un disco de búsqueda, pero todos lo son en realidad, solo que en este intento ir más allá”, asegura. Adentrarse, como canta en uno de los temas, en “el bosque tenebroso” de su mente.
El resultado es un collage con aspecto de unplugged sentimental. “En parte es como si escribiera un diario, salen cosas que me pasan o que pienso. Es importante que las cosas de la vida estén en la música”, afirma, haciendo expresa referencia a Si tú eres mi hombre, su disparo contra la violencia machista. También, que si este es su disco más íntimo tal vez sea porque es el más solitario: es ella quien está detrás de todo lo que suena y de cómo suena y hasta del diseño del packaging (una carpeta ochentera). “La gente cree que soy nostálgica, pero yo vivo así, rodeada de casetes y carpetas”, dice. “No soporto la vida de hoy, ir todos por ahí con un cacharro delante. Ya ni siquiera vivimos el presente”, añade.
Si buena parte de las canciones hablan de reencontrarse y, sobre todo, de aceptarse, es porque eso fue lo que consiguió el dibujo de su abuela del que habla La nube, la canción que puso en marcha el disco. “Me pasé años pidiéndole un dibujo y antes de morir me regaló uno que llevo conmigo a todas partes. Salgo yo tocando la guitarra. Un brazo es larguísimo y otro súper corto. Es el dibujo de una niña. Me recuerda cada día quien soy”, dice. La chica que escucha “grabaciones de campo”, esto es, música popular de gente anónima de todas partes del mundo —menciona el nombre del recopilador, el etnomusicólogo Alan Lomax—, porque para ella “la música es eso: un regalo que alguien te hace”.
Y es un alguien sin nombre. “No entiendo por qué la música tiene que ser un negocio tan grande ni por qué debe centrarse en un artista”, añade. Su propia obra reivindica sin poder evitarlo la idea de la música como acto colectivo, como suma de otras músicas pero también otras letras. Hay cameos de versos —y no solo dichos y refranes— aquí y allá. Por ejemplo, confiesa, “hay un verso de unas alegrías de Camarón en Aborrezco todo lo que adoro”.
Babelia
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