Murió con el esmoquin puesto
A Arturo Fernández se le recordará por la emanación de optimismo y desenvoltura que le acompañaba
En los últimos años de su vida Arturo Fernández sufría fuertes dolores de espalda que le tenían martirizado. Pero, según él, en cuanto subía al escenario el dolor milagrosamente desaparecía hasta el final de la función, invariablemente coronada por los aplausos de un público fiel y numeroso que le adoraba. Recuerdo una escena en Los hombres no mienten cuando en medio de una escena de discusión marital (la discusión era típica del teatro que practicaba: a propósito de cuántas veces el personaje que él interpretaba le había puesto los cuernos a su esposa, y cuántas se los había puesto ella a él), Arturo se sacaba la chaqueta y la dejaba cuidadosamente sobre el respaldo de un sofá, mientras le decía a su esposa: “Espera, chatina, deja que cuelgue bien esta americana, que es muy cara, esta americana vale mucho, mucho más que nuestra conversación”. Fui tres veces a ver esa obra solo para escuchar esta frase que escrita así acaso suena sosa pero con aquella gracia suya que no se podía aguantar, aquella gracia con que interpretaba una y otra vez el mismo papel de seductor desvalido, me dejaba boquiabierto entre las grandes carcajadas del respetable. A pesar de aquellos dolores de espalda nunca quiso retirarse, despedirse. “El teatro es lo que me da vida”, decía. Y de hecho solo había otro espectáculo que a sus ojos pudiera casi competir con el teatro: el fútbol.
Una de las épocas más satisfactorias de su vida, contaba, fue el verano de un campeonato mundial de fútbol durante el que él representaba en un teatro de Marbella una de esas obras de “alta comedia” (término que le gustaba, por discutible que sea). “Durante todo el día, con las persianas bajadas y el aire acondicionado puesto, me estaba en mi habitación del hotel viendo en el televisor partido tras partido de fútbol de las selecciones nacionales. Y luego, ya hacia las siete de la tarde, me iba al teatro, a pasármelo bomba y recoger los aplausos del público. Al acabar el verano le dije a mi mujer: ¡Marbella es maravillosa! ¡Tenemos que comprarnos aquí una casa!” Y así lo hizo sin haber visto de Marbella más que su hotel y el teatro. A Arturo Fernández le gustaba contar anécdotas como ésta, o como los apuros que pasaba cuando iba a su casa de visita un amigo sacerdote y casualmente coincidía con otro amigo que era un tremendo comecuras. Era un fabuloso y generoso narrador oral. No es que fuera el mejor actor del mundo pero tenía algo mejor, un carisma particular. Se le recordará por Truhanes, por la deliciosa serie televisiva La casa de los líos, y por esa emanación de optimismo y desenvoltura que le acompañaba. Esa idea de la vida como una cosa fácil y casi regalada, que él encarnaba con su encanto simple pero irresistible, con aquella elegancia convencional que le sentaba divinamente.
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