Arturo Fernández, el último de una estirpe que se atrevía a decir casi cualquier cosa
El actor se hizo tan conocido por sus trabajos como por su declaraciones políticas indenciarias, pero incluso en ellas había algo de vodevil
Es muy probable que Arturo Fernández (Gijón, 1929, que acaba de fallecer en Madrid) fuese el último de una estirpe. Una estirpe de señor español seductor, siempre de traje y corbata, mirada pícara y dispuesto a abandonar el decorado cuando las cosas se ponen feas al encontrarse sus dos amantes. Uno de los pocos arquetipos de la ficción española que aguantó bien el paso de la dictadura a la democracia: señores como Fernández, Jose Luis de Vilallonga, Juan Luis Galiardo, Pedro Osinaga o Carlos Larrañaga supieron mantener su esencia en las últimas décadas de su carrera, aunque fuese de modo autoparódico en comedias en enredo que siempre terminaban cuando miraban, pícaros, al público.
Incluso aquellos con los que chocaba frontalmente en sus ideas, que expresaba con humor vehemente, le tenían cierto cariño. Hasta para meterse en polémicas Fernández parecía fino, siempre caminando por la línea que separa la declaración solemne de la broma infinita
Para toda una generación que no lo había visto en el cine, Arturo Fernández fue ese vividor que estafaba y seducía de forma encantadora en La casa de los líos (Antena 3), una serie hecha a su medida en la que colisionaban un donjuán caduco y una sociedad nueva, en la que ya no parecía haber sitio para él. Vaya si lo hubo: la serie se mantuvo cuatro temporadas en antena, en los colegios todo el mundo empezó a usar la expresión “chatina” y TVE intentó duplicar su éxito, sin conseguirlo, con el calco Ni contigo ni sin ti (con, precisamente, Pedro Osinaga).
Si el público compró La casa de los líos era porque Arturo Fernández era ese personaje: un donjuán de otra época, al que se le intuía un as en la manga, pero siempre encantador. Encantador en los sets de rodaje o detrás de las tablas. “Uno de los guiones le gustó especialmente a Arturo”, me cuenta un guionista de la serie, “y me dijeron que me quería conocer y felicitar en persona. Así que nos conocimos y, efectivamente, me felicitó”. Era también atento con los periodistas y con memoria de elefante para recordar sus nombres y los medios en los que trabajaba. Todo esto contribuía a que, incluso aquellos con los que chocaba frontalmente en sus ideas, que expresaba con humor vehemente, le tuviesen cariño. Hasta para meterse en polémicas Fernández parecía fino, siempre caminando por la fina línea que separa la declaración solemne de la broma infinita.
Arturo Fernández, que apoyó abiertamente a la derecha en las últimas décadas de su vida, vivió una de sus polémicas más sonadas en el plató de El gato al agua (Intereconomía) al opinar sobre la huelga del 14-N en 2012. Pero incluso ahí no dejaba de parecer un personaje: lo que hizo, más que un alegato político, un alegato estético. “Cuando se sale a la calle, coño, ¡sal con gente guapa! ¡Porque en las manifestaciones no he visto yo a gente más fea, me cago en la leche! ¿Cómo es posible? ¡Yo a estos no los veo por la calle! ¿De dónde los han sacado?”. De nuevo, contra la izquierda (en concreto contra Podemos) se pronunció este mismo año cuando no quiso llevar a Cádiz su última obra, Alta Seducción. “Donde está Podemos yo no voy. A mí me caen fatal, me caen como una patada en el hígado, para qué vamos a engañarnos”. Eso sí, a La Vanguardia declaró también que se tomaría una cerveza con Pablo Iglesias: "¿Por qué no? Seguro que es simpático. Y es un hombre inteligente, cuidado".
Incluso declaraciones con un fondo tan desafortunado las hacía Fernández con una especie de guiño. Hay en España mucho alborotador profesional, pero lo que hacía diferentes los exabruptos de Arturo era la musicalidad teatral con la que los soltaba: la gente siempre acababa riéndose a su alrededor. “¿Qué papel te gustaría hacer que nos has hecho?”, le preguntaron en el programa En tu casa o en la mía. Y suelta él: “El de Otelo. Pero me tengo que maquillar de negro, entonces iba a estar más pendiente de que el maquillaje no me manchara la camisa que de mis frases”. Arturo Fernández fue el último de aquellos a los que les funcionó saltarse las normas de lo que podía uno o no decir si lo decía con cierta distancia irónica, los ojos caídos, la voz adquiriendo cierto tono agudo. Cuando a finales de los noventa aprovechó su fama para sacar un perfume lo llamó “Classe” y la frase promocional que se leía junto a su imagen de galán canoso era: “No apto para menores”. ¿Alguna vez fue en serio Arturo Fernández? Con una carrera en cine, televisión y teatro que se extendió setenta años, seguro. El resto es vodevil.
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