El surrealismo suave
Arturo Fernández aunaba el tesón de los románticos y la capacidad para resistir de los héroes
Arturo Fernández ingresa en el olimpo de la otra Generación del 27, a la que pertenece con Tono, Mihura, Neville, Jardiel Poncela, o incluso su adorado Luis Escobar, donde brillará el suave surrealismo con el que bromeaba sobre sí mismo, y también asciende al de la alta comedia junto otros galanes: Alberto Closas, Rafael Rivelles o Ernesto Vilches.
Nunca abandonó la primera línea. Venía del pueblo llano y sabía que hacer reír es lo más difícil e inteligente, lo único que permite sobrellevar la penuria y disfrutar mejor de la bonanza. Desde la escena devolvía a los espectadores a una época donde el glamur simbolizaba la resistencia. Así, dirigió su compañía, una de las más antiguas de Europa, con estoicismo admirable. Eterno Arturo, tan mortal como todos, pero mucho más fuerte. Aunaba el tesón de los románticos y la capacidad para resistir de los héroes. Nunca quiso ser más que actor. Solo viajaba para cazar nuevas obras que representar. Hizo de todo y lo hizo bien. Cine, teatro y televisión. Del interesante cine negro de Julio Coll a Truhanes de Hermoso, El Crack de Garci o Tocata y fuga de Lolita de Antonio Drove (1974), a La tonta del bote (1970) de Juan de Orduña, con Lina Morgan, maravillosa cómica. Hasta dio la campanada en La casa de los líos donde casi se salía de la pequeña pantalla.
Pero su medio eran las tablas. Allí respiraba. Qué delicia saberle trabajando cada día, feliz y rabioso por no poder hacer a diario dos funciones en vez de una. Todo por su público. Siempre con su buen mal genio, su ternura, su valentía y sus secretos. En el fondo, se daba tan poca importancia como toda la gente de genio.
Lo mismo saludaba a un chuchillo, que se entregaba cuando peregrinaban hasta él generaciones enteras. En cada representación lograba una función nueva, creía en la virgen porque de la “mujer viene todo lo bueno” y se consagraba al camino, a esas giras por España a las que ya nadie se atreve. Era toda una experiencia, un hombre cuyo esfuerzo le situaba un poco por encima del suelo. Su historia se parece a la de El ruiseñor y la rosa de Oscar Wilde: apretó el pecho contra la musa Talía, señora del Teatro, y le entregó toda su sangre aunque, en realidad, nos la daba a nosotros. Nunca dejó de ser aquel chaval humilde y demasiado alto para la primera posguerra que llegó con una maleta de cartón a las pensiones del centro madrileño sin saber hacer nada hasta que la pasión por la escena le atrapó para siempre. Se curtió en las sesiones de zapateado, aquellas en las que los más carcas iban a protestar, se pasó por el arco del triunfo al movimiento y a todo lo que vino detrás. Nunca vivió de nada que no fuera su talento. Hasta el final. Casi se nos ha ido en escena. Maldito sea este mutis.
Ay, su diamante de colmillo en la risa, sus maneras de canalla exquisito, su amor por lo bello; él, que sabía de las privaciones, como buen hijo de anarquista, ácrata hasta la médula, digno y sobrio, tan puro como el oro y mucho más resistente. Perseguía la excelencia como Ahab su ballena; era el más apolíneo de los artistas, el más complejo de los hombres sencillos. Le recuerdo en el Palace, entrando con su elegante cojera y a Robert Plant, fascinado. Arturo le recomendaba que se cortara el pelo, mientras aplaudía al pianista que solo él escuchaba, rezando a su manera, él que creía en tan pocas cosas. En vez de comer, me decía, con sorna, “realizaba la fotosíntesis.”
Arturo, tú que asciendes a la gloria de tus méritos, gran señor que preferías tu camerino del Teatro Amaya a cualquier palacio, siempre atento al murmullo del respetable tras las cortinas de terciopelo.
Es difícil no reír al recordar cuando contaba cómo salía a escena con una cucaracha amiga suya que se le metía en el bolsillo. No se puede olvidar ese rostro suyo de lobo, los ojos inteligentes negros o dorados según les diera la luz, el aire de muchacho existencialista con el ánimo a prueba de bombas. Nunca se rindió a lo políticamente correcto ni a las malas personas. Una gran parte de la profesión actoral no se le merecía, pero lo tuvo todo en este país de envidiosos. Cuando muchos callaban, estrenaba en 1962 Dulce Pájaro de juventud, de Tennessee Williams, y no hacía de mono amaestrado ante nadie. Sabía dialogar sin caer en el buenismo ni en los sermones, dispuesto a aprender un poco más sin mirar al pasado. Esta fiera de corazón enorme que nos deja con el nuestro roto. Ya no volveré a aplaudir a nadie. Al apagarse las luces, él solo habrá pensado, igual que siempre: “Hasta mañana.”
Babelia
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