Un sólido Bellocchio y un grotesco Kechiche
'El traidor' redime al director italiano de varias películas fallidas
Leo en los escasos momentos de tregua que te permite el festival el documentado, perturbador y excelente libro de Íñigo Domínguez Paletos salvajes. Crónicas de la Mafia. Ello me permite tener mucha información sobre tema tan siniestro al ver la película El traidor, dirigida por el ya anciano Marco Bellocchio, alguien que prometía mucho con su inquietante ópera prima Las manos en el bolsillo y que se fue diluyendo en una obra que aborda con pretendido sentido crítico temas importantes, pero con resultados grisáceos la mayoría de las veces. Afortunadamente, El traidor le redime de varias películas fallidas.
El director italiano hace un retrato veraz y muy interesante de la Cosa Nostra siguiendo la criminal, atormentada y trascendente existencia de Tommaso Buscetta, un eficiente y popular soldado de la Mafia que fue el primero de los arrepentidos, testigo protegido del Estado, colaborador del juez Falcone al describir el funcionamiento interno y externo de un imperio de corrupción y de sangre. Delató la identidad y las fechorías de los jefes supremos y con su testimonio en los juicios de Palermo ayudó a que capos y subalternos de la Mafia fueran condenados masivamente. Lo hizo porque se sintió traicionado por sus antiguos colegas, vio cómo masacraban a su familia y decidió hablar de lo innombrable en nombre de la venganza y de su amenazada supervivencia.
El traidor está bien contada, mantiene la tensión, retrata un universo temible que se ha introducido en todas las instituciones y que posee lazos tan turbios como maquiavélicos con el poder político. Le sobra algún flashback sobre el pasado de Buscetta y la música a veces subraya innecesariamente, pero la narrativa y los personajes se ganan el interés del espectador. También dispone de un actor creíble, duro y matizado llamado Pierfrancesco Favino encarnando a ese hombre de honor que rompió el juramento sagrado, que transgredió la ley del silencio cuando se vio acorralado. Detrás de su apariencia tragicómica, inspiran auténtico terror esos paletos salvajes, en lúcida definición de Íñigo Domínguez.
Ayer les hablaba de La vida de Adèle, una de las mejores películas que se han visto en los últimos tiempos de Cannes. Consecuentemente, había expectación ante la nueva entrega de su director Abdellatif Kechiche. Se titula Mektoub, my love: intermezzo y al parecer es la segunda parte de una trilogía. Su metraje, según nos anunciaban en la programación, era de cuatro horas. Pero a las tres horas y 25 minutos ha finalizado, con un fundido en negro y sin que apareciera ningún título de crédito en la pantalla. Se han encendido las luces de la sala y todos los asistentes han salido disparados. No sabemos si termina de forma tan extraña, si el director ha acortado en el último momento la duración primitiva o si ha sido un fallo de la proyección que tendría arreglo. Pero nadie ha permanecido en su asiento, algo tan lógico como humano.
Kechiche dedica la primera media hora a la estancia en una playa de un grupo juvenil de ascendencia árabe y su invitación a una chica parisina para que se integre en él. Dicen y hacen trivialidades, conversaciones muy tontas y complicadas de seguir. Continúa durante infinito tiempo en el único escenario de una discoteca en la que bailan lascivamente con el insufrible tachín tachán de cierta música electrónica. Intuyes que después se van a montar tríos, relaciones lésbicas, camas redondas. Pero no. A las dos horas de ambiente discotequero una de esas desinhibidas señoras lleva a un tío a los lavabos para que le practique un cunnilingus no simulado que dura 24 minutos, el tiempo que tarda la dama en alcanzar el orgasmo. En el cine porno van rápido, pero se supone que aquí aspiran al arte, que su prestigioso director tiene poderosas razones para mostrar ese cunnilingus de forma realista. Después siguen bailando y soltando chorradas otra media hora. Y se acaba. Y quedo atónito aunque haya logrado el milagro de dormitar a ratitos en medio de esa música atronadora. Inevitablemente, pensando en la belleza y la complejidad de La vida de Adèle, solo puedo preguntarme qué tipo de sustancias ha ingerido el director y cómo han afectado a su cerebro para perpetrar semejante e inacabable estupidez.
Babelia
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