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in memoriam

Peter Landelius, el sueco que se enamoró de América

Tradujo a todos los grandes escritores hispanoamericanos del siglo XX y desempeñó su oficio diplomático en Cuba, Argentina y España, entre otros países

Juan Cruz
Peter Landelius, en una imagen de 2010.
Peter Landelius, en una imagen de 2010. Bernardo Pérez

Solo la muerte iba a poder con este gigante sueco, Peter Landelius, que murió a los 76 años en la madrugada del último sábado en Santiago de Chile. Allí vivía con su mujer, Nancy Julien Reboredo, cubana a la que conoció en La Habana en 1974, cuando él cumplía destino diplomático como encargado de negocios de su país.

Peter fue el sueco que se enamoró de América. Tradujo a todos los grandes escritores hispanoamericanos del siglo XX, desde Pablo Neruda a Juan Marsé, desempeñó su oficio diplomático, entre otros países, en Cuba, en Argentina, en España… Y quiso vivir, con Nancy, sus últimos tiempos en Chile. Ella había trabajado con Salvador Allende en La Moneda, y allí estaba en los últimos momentos del presidente depuesto por la Junta Militar. Para ellos dos aquel suceso político de enorme envergadura en América fue una herida mayor de sus vidas. Su regreso a Santiago, pues, tuvo para ambos un gran valor. Ellos dos, ante aquel palacio manchado por la sangre y la metralla, no solo mostraron las heridas de la historia, sino el impacto que en sus almas dejó aquel inmenso destrozo.

De Chile, precisamente, viene el amor de Peter Landelius por la lengua española. Pues fueron los Veinte poemas de amor y una canción desesperada del Nobel chileno Pablo Neruda el que le inspiró, en un viaje que hizo por España en 1962, su ya indestructible abrazo a estas literaturas. En 1965 tradujo esos poemas de Neruda y desde entonces ya fue el apasionado traductor del boom y de sus aledaños. En Estocolmo fue, además, el introductor de los hispanoamericanos agraciados con el Nobel (Gabriel García Márquez, Octavio Paz, Mario Vargas Llosa…), a los que además vertió al sueco, antes y después de que fueran galardonados.

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A esa gestión afectiva que prodigó el matrimonio hacia los visitantes españoles donde ambos estuvieran, Nancy y Peter añadieron el cuidado de periodistas descarriados que, en la gélida noche sueca, no tenían donde cenar tras los fastos nobelescos. Esos extraviados eran rescatados por “los Landelius”, cuya casa fue fonda generosa hasta para los recién conocidos. La generosidad fue la marca de ambos.

Peter era políglota, pero el español y la alegría fueron su patrimonio. Profundamente europeo, dejó escrito en Europa y el toro (Tecnos) su juicio sobre el indeciso presente de un continente que tenía que aspirar, según él, a una unidad política sin complejos. Contra la unanimidad imperiosa de los acuerdos, decía él, Europa tenía que servirse de su heterogeneidad para ser más potente. Como diplomático sueco extendió la solidaridad sueca a los países latinoamericanos en lucha por su libertad, en las sucesivas décadas en las que se produjeron sus destinos, y además explicó con su presencia y su actitud la idea de que los suecos ni son fríos ni son tristes.

Su convicción socialdemócrata empató en España (en 1983, cuando se produjo su primer destino aquí) con la llegada al poder de Felipe González, después de la Transición. Y cuando esta era aún objeto de tertulia, discusión y controversia (en casa de los Altares, en Segovia, sobre todo) ya Peter y Nancy eran, como Kim de la India, los amigos de todo el mundo. Hasta hoy.

Acaso ni el Instituto Cervantes ni las academias están al tanto de todo lo que hizo Peter Landelius por el español en el país del Nobel. Baste esta relación de algunos de sus traducidos: Leopoldo Alas, Francisco Ayala, Mario Benedetti, Alfredo Bryce Echenique, Ernesto Cardenal, Julio Cortázar, Jesús Díaz, Eliseo Diego, Gabriel García Márquez, Pedro Juan Gutiérrez, Juan Marsé, Pablo Neruda, Benito Pérez Galdós, Ernesto Sábato, Jorge Semprún, Antonio Skármeta, César Vallejo, Mario Vargas Llosa… Incansable hispanoamericano de Suecia, nació en 1943, tenía cuatro hijos y un millón de amigos, más o menos. Parecía indestructible, pues hasta en el dolor recibió agasajos y compartió su risa.

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