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Las recetas de García Montero contra corrupciones del lenguaje, viejos cascarrabias y jóvenes sin memoria

El poeta y director del Cervantes publica 'Las palabras rotas', un ensayo sobre el compromiso cívico

Luis García Montero, en su casa de Madrid.
Luis García Montero, en su casa de Madrid. B. P.
J. A. Aunión

Luis García Montero acaba de publicar Las palabras rotas (Alfaguara), un ensayo que el escritor y director del Instituto Cervantes define como “un diálogo con Antonio Machado” —uno de sus “santos laicos”, aunque hay otros que recorren el libro, como Albert Camus o John Berger—. Pero también podría describirse, simplemente, como el cuaderno de trabajo de un poeta, pues desde la poesía el autor se coloca en el mundo y desde ella reflexiona sobre las cosas de la vida, sobre las cosas importantes que para ser entendidas y pensadas necesitan de las palabras. “Yo quería dar una respuesta a una preocupación que tenía como poeta y como filólogo: que la corrupción de una sociedad siempre comienza por la corrupción del lenguaje. Entonces me planteé qué palabras tienen qué ver con mi trabajo como poeta mi sentimiento como ciudadano, en ese momento en el que uno decide que no puede mentir a su propia conciencia”, dice el autor en una entrevista con EL PAÍS. Se trata de palabras como verdad, bondad, política, democracia, amor, conciencia, progreso, soledad, tiempo…

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Un ejemplo: “Si se parte de la idea de que buscar la verdad es más un compromiso de no mentir (o no mentirse) que un creerse en posesión de la verdad, y se complica el asunto al reivindicar la palabra bondad sin querer dividir el mundo entre buenos y malos, debe reconocerse que la conciencia individual se convierte en un campo de trabajo”, escribe García Montero en el capítulo titulado Identidad.

Entre aforismos —como: “existe el peligro de ser fieles a nuestros propios errores por pura nostalgia”—, reflexiones, recuerdos biográficos, poemas propios y la ayuda de una gran cantidad de referencias a poetas —Lorca, Alberti, Blas de Otero...—, pedagogos y profesores —Juan Carlos Rodríguez, Martha Nussbaum…—, filósofos o sociólogos, el autor propone una poética —con su ética y, por su supuesto, con su estética— para desenvolverse el mundo de hoy. Un mundo lleno de peligros terribles —la posverdad, el neoliberalismo salvaje, la velocidad tecnológica que convierte el tiempo en un bien de consumo de usar y tirar—, pero también con elementos positivos y de esperanza. “Siempre he creído que en la mercantilización son tan corrosivos los viejos cascarrabias como los jóvenes sin memoria", escribe en un momento del libro.

“No podemos convertir nuestra conciencia crítica en una renuncia a transformar el mundo desde los valores de la justicia y de la bondad”, dice García Montero. Y añade: “Vivimos en una sociedad que cada vez está más acostumbrada a generar viejos cascarrabias que creen que los jóvenes son tontos, porque no comprenden que las cosas cambian, y jóvenes —o viejos que se creen que van de jóvenes— adánicos, que se creen que no tienen nada que aprender de sus mayores. Yo puedo buscar una respuesta nueva a las necesidades del periodismo de hoy, pero no puedo creerme que estoy inventando el periodismo. Yo puedo intentar adaptar la palabra poética y el conocimiento poético a la realidad de hoy, pero no puedo creerme que estoy inventando la poesía”.

La mención al periodismo no es casual, pues el poeta explica que “una de las bases del libro es también situar la decencia periodística como un debate central en las discusiones culturales de la democracia”. Esto no significa “defender una verdad escrita con mayúsculas, porque no se trata de creer los dogmas, pero sí de creer en una verdad con minúscula, que tiene que ver con el compromiso ético de no mentir”. Lo que plantea es una reivindicación de “la decencia del periodismo frente a la mentira” y eso se puede hacer, añade, “de muchas maneras". "Por ejemplo, a mí me gustaría que en España hubiera —cómo ha habido en Andalucía o como hay en algunos países de Europa— un Consejo Audiovisual llevado por responsables periodistas que pusieran límites a la mentira o al menos a las malas prácticas”.

El poeta insiste, además en el poder de la literatura, de la ficción para educar en la imprescindible “imaginación moral”. Y lo explica: “Una de las grandes catástrofes de la sociedad a lo largo del siglo XX ha sido permitir que las razones y los sentimientos se separen, porque no hay razones que se justifiquen sin sentimientos éticos, y los sentimientos éticos sin razones pueden ser muy peligrosos”. Y reunirlos de nuevo requiere de esa “imaginación moral” que, como decía Jean-Jacques Rousseau, “es la única manera de comprender el dolor ajeno”.

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Sobre la firma

J. A. Aunión
Reportero de El País Semanal. Especializado en información educativa durante más de una década, también ha trabajado para las secciones de Local-Madrid, Reportajes, Cultura y EL PAÍS_LAB, el equipo del diario dedicado a experimentar con nuevos formatos.

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