Un museo para espiar a los espías
El nuevo templo del espionaje abre sus puertas en Washington con joyas nunca antes expuestas, como el piolet con que el español Ramón Mercader asesinó a Trotski
H. Keith Melton, de 75 años, no es conocido por haber asesorado durante años a la CIA o a los realizadores de la serie de espías The Americans. La fama del veterano de Vietnam proviene de las más de 7.000 piezas de espionaje que ha ido coleccionado durante las últimas cuatro décadas. Una máquina Enigma de la Segunda Guerra Mundial, una de las cinco agujas con veneno que Estados Unidos incrustó dentro de monedas para los soldados de la Guerra Fría y la bandera que no elevaron los cubanos exiliados tras la fallida invasión de bahía de Cochinos son parte del tesoro de este hombre que nunca ha sido agente. A partir de este sábado el público podrá ser testigo de estas reliquias de los servicios secretos en el nuevo Museo del Espionaje en Washington, al que donó casi dos tercios de su colección.
En un recorrido para periodistas, Melton escogió con intención la pieza de la que quería hablar: el piolet con que el catalán Ramón Mercader habría asesinado al revolucionario ruso Leon Trotsky en 1940, México. Siempre ha habido curiosidad por saber cuál fue el paradero del arma escogida por el espía barcelonés al servicio de la KGB, cuya identidad real se ignoró hasta los años cincuenta. Según relata el coleccionista, dio con ella en Ciudad de México tras varios viajes infructuosos en busca de la piqueta que atravesó por orden de Stalin el cráneo del fundador del Ejército Rojo. Ana Alicia Salas, mexicana, mostró la herramienta homicida durante una conferencia con la intención de cobrar una cifra “ridícula”. Dijo que la había heredado de su padre, jefe de la policía, y que la había guardado debajo de su cama durante cuarenta años. "Se la dejó como su legado", cuenta Melton. Nadie le compró entonces la pieza, pero el veterano de guerra, después de tres años de negociación, consiguió llegar a un acuerdo para hacerla suya.
La pregunta del millón de dólares —aunque el coleccionista no revela la cifra que pagó por el piolet— es si es el auténtico. Melton está convencido de ello por una serie de factores: el instrumento alpinista tiene grabado el sello del fabricante austriaco Werkgen Fulpmes, que solo elaboró unos cuantos modelos en 1928; conserva la marca de la huella dactilar ensangrentada en el mismo sitio que se aprecia en la fotografía de la conferencia de prensa que se ofreció después del asesinato; y un artículo publicado en la prensa en 1946 cuenta que el padre de Salas expuso la herramienta en un museo, presentándola como el arma criminal de Mercader. Sin embargo, el coleccionista explica, o más bien lamenta, que la familia no ha querido hacer pruebas de ADN para garantizar la veracidad de la información. “Trabajas con lo que tienes”, defiende. Justifica así el montante que se dejó por la pieza: “Fue el crimen del siglo. La cobertura que tuvo en los medios solo es comparable con el asesinato de JFK”.
Casi al final del recorrido, una cama de madera con anillas en los costados sostiene un estuche original para realizar la técnica de asfixia simulada (waterboarding en inglés). Las piezas fueron utilizadas para entrenar a militares en los interrogatorios a posibles terroristas tras el 11-S. Una pregunta gobierna el muro de la sala: "¿Qué es tortura?" En el recinto se proyectan vídeos con entrevistas a exfuncionarios y otros expertos que defienden o critican el método. “El agua va por mi garganta... esto no es simulación en absoluto. Esto es tortura... empiezas a entrar en pánico... y luego empiezas a ahogarte, y luego te empiezas a adormecer. Porque el agua no acaba hasta que el interrogador quiera hacerte una pregunta", dice una cita impresa en la cama. Christopher Costa, director ejecutivo del museo, explica que la nueva sede, además de presentar los aspectos técnicos del espionaje, también busca poner sobre la mesa algunas de sus dimensiones morales.
Los visitantes quieren saber si tienen lo necesario para ser espías, concluyeron los museólogos tras la experiencia en el recinto anterior, inaugurado en 2002. El nuevo edificio ubicado en la L'Enfant Plaza ofrece un juego inicial en el que a los interesados se les adjudica una identidad falsa y una misión. Durante el recorrido el jugador interactúa con diversas pantallas para enfrentarse a los retos que plantean. También hay simulaciones más reales, como la captura de Osama bin Laden. En una mesa de “agentes de inteligencia” se pueden revisar las pistas con que contaban los servicios secretos de EE UU sobre el posible escondite del terrorista en Abbottabad, Pakistán: quemaban la basura en vez de tirarla, habían levantado un muro enorme frente a un balcón y había un hombre de guardia. Los asistentes tienen que decidir qué harían con la información recabada por el director de la CIA.
Las tres plantas dedicadas al espionaje ofrecen desde una carta firmada por George Washington sobre espiar a los británicos hasta la tecnología puntera para prevenir ciberataques. Milton Maltz, fundador del museo, que sufragó la mayor parte de los 112 millones de dólares invertidos en él, se pasea orgulloso por los pasillos. Maltz, experto en romper códigos cuando trabajaba para la Agencia Nacional de Seguridad durante la Guerra de Corea, considera que antes era más fácil mantener seguros los secretos de Estado. “En mis días protegíamos la información confidencial en casilleros a los que se podía acceder con un número de serie. Hoy Snowden puede acceder a ellos con un poco de tecnología y robar millón y medio de documentos secretos. Así que la tecnología es buena, pero también negativa”, reflexiona el multimillonario, para quien la pieza más preciada del museo es la carta de Washington.
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