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Columna
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Emoción y ciencias exactas

Se debe rastrear la poesía por los juzgados y los hospitales, dice Joan Margarit

Javier Rodríguez Marcos
Joan Margarit en Almería en 2015.
Joan Margarit en Almería en 2015.Carlos Barba

La mejor descripción de Joan Margarit la escribió José Agustín Goytisolo cuando en 1996 lo incluyó en su famosa antología Veintiún poetas catalanes para el siglo XXI: “Es un poeta que hubiera podido darse en italiano, francés, inglés, portugués o castellano, y su calidad hubiera sido siempre muy alta: su catalán bruñido, claro y directo, le sirve de mágico y veloz transporte para expresar el contenido de cada uno de sus poemas, que suelen encerrar muchas veces un elemento sorpresa que sacude y emociona al lector”.

 Descarnado, conversacional, narrativo y meditativo, confesional y amoroso, en Margarit no se da tanto una tensión entre claridad y hermetismo como entre lo concreto y lo abstracto. Por algo dice que las matemáticas son las más exactas de las ciencias y la poesía, la más exacta de las letras. Por algo dice también que Newton le enseñó tanto como Rilke: “La ciencia convence; la poesía conmueve. Una maneja el futuro igual que la otra maneja el pasado”. Arquitecto y profesor de cálculo de estructuras además de escritor, sus poemas no tratan de la ciudad sino de una ciudad, la que sea. Barcelona, por ejemplo, a la que ha dedicado versos memorables que no hablan de las calles sino de una calle concreta: la calle Balmes, la calle Cerdeña.

Para él todo es susceptible de convertirse en poema: lo más alto y lo más bajo, un semáforo y una sinfonía. “Se debe rastrear la poesía / por los juzgados y los hospitales: / más tarde ya hablará de la amada”, dicen tres versos de ‘La educación sentimental’, incluido en Aguafuertes, un libro de 1995 que vale por toda una biografía: Sanaüja, Tenerife, las hijas, el padre al que conoció cuando salió de la cárcel después de la guerra. Había sido soldado republicano pero su vástago lo retrata así: “La ternura te había abandonado: / como el país entero, / te ibas convirtiendo en un fascista”. Siete años más tarde publicó una de las grandes elegías de la literatura reciente, Joana, un libro dedicado a la muerte de su hija que produce una extraña sensación de desolación y consuelo. Autor de 13 poemarios a los que hay que sumar los “restos del naufragio” —los anteriores a 1987—, a partir de Cálculo de estructuras (2005) su voz se vuelve todavía más áspera. Emprende, en sus propias palabras, “un camino hacia una retórica que pretende eliminar al máximo la retórica”.

La obra de Joan Margarit está tan pegada a su vida que alguna vez ha tenido que avisar a los literales: “Lo que importa en un poema es justo lo que no es solo tuyo. Decirle a un desconocido algo que necesita oír sin que supiera incluso que lo necesitaba: eso es un poema”. La mejor prueba de que tiene razón es que él mismo es un caso raro: un poeta con lectores, con miles de lectores. La lengua de la literatura, defiende, debe ser la misma que se habla en la calle. Por eso el año pasado puso al frente de sus memorias de infancia —Para tener casa hay que ganar la guerra— el consejo que le dio otro arquitecto, José Antonio Coderch: “Una casa no debe ser ni independiente, ni hecha en vano, ni original, ni suntuosa”. Es justo lo que él piensa de la poesía.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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