El encargo del cazador
Bajo su apariencia de película de iniciación y aventura, muestra la inquietante funcionalidad del cine como instrumento de blanqueo
Una secuencia de la película de aventuras Where No Vultures Fly (1951) de Harry Watt servía a André Bazin para ilustrar su teoría del montaje prohibido: una leona dispuesta a recuperar a su cachorro sigue al niño que lo lleva en brazos. La secuencia se resuelve, en principio, mediante la dialéctica de plano y contraplano, hasta que, finalmente, el director decide mostrar “en un mismo plano general, a los padres, el niño con el cachorrito y la leona detrás. Con este solo plano, se autentifica, de golpe y retrospectivamente, el muy banal montaje que lo precedía”.
MIA Y EL LEÓN BLANCO
Dirección: Gilles de Maistre.
Intérpretes: Daniah de Villiers, Mélanie Laurent, Langley Kirkwood, Lionel Newton.
Género: aventuras. Francia, 2018.
Duración: 98 minutos.
Ante Mia y el león blanco de Gilles de Maistre, Bazin tampoco podría hablar de montaje prohibido: su rodaje se prolongó durante tres años para asentar la interacción entre su reparto humano y el animal y no hay, asimismo, rastro de imagen digital como espejismo de nuevo cuño. Quizá haya que buscar en otro lado la capacidad de mentir de este trabajo. El garante de la seguridad en el manejo de animales durante el rodaje fue Kevin Richardson, centro de una polémica en 2012 cuando salió a la luz que, tras su granja africana, se sostenía un negocio de cacería; precisamente el pecado paterno que descubre la protagonista de esta historia. Sorprende, también, la escasa empatía invertida en la secuencia del ataque felino a una turista. Bajo su apariencia de película de iniciación y aventura, Mia y el león blanco muestra la inquietante funcionalidad del cine como instrumento de blanqueo de una reputación cuestionada.
Babelia
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