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Despeinado, sucio y espontáneo: las huellas de Velázquez en el retrato de un caballero anónimo

El informe de un especialista del Prado permite al Metropolitan de Nueva York atribuir al pintor sevillano el retrato de un personaje desconocido, similar al de Juan de Pareja

El retrato atribuido a Velázquez por Javier Portús.
El retrato atribuido a Velázquez por Javier Portús. Trujillo

Si el arte español se alimenta de lo terrenal y humano, el nuevo Velázquez atribuido es prueba de ello. Anónimo y huérfano, aparcado en las colecciones almacenadas y custodiadas en el Metropolitan de Nueva York, ese retrato de hombre podría ser Juan de Córdoba, agente marchante de Felipe IV en Roma, que ayudó en la compra de arte al pintor sevillano en sus dos viajes a Italia. Así lo firma Javier Portús, jefe de Conservación de Pintura Española (hasta 1700) del Museo del Prado, en un estudio que alumbra la nueva atribución y que avanza la revista Ars Magazine. Tal y como explica el especialista a EL PAÍS, hay motivos en este hombre —que gira la cabeza y mira al espectador de reojo—, que lo relacionan “estrechamente con Velázquez”. “La idea es llamar la atención sobre una obra muy interesante y volverla a incorporar al debate sobre el pintor”, declara Portús, que ultima el catálogo completo del artista.

El estudio apunta que el retrato podría haber sido pintado en Roma por Velázquez, durante su segundo viaje a Italia (1649-1651). Portús cree que es una obra más cercana al retrato de Juan de Pareja (1650), también en el MET, que a las posteriores, realizadas a partir de 1650. En estas ya no está la muñeca más suelta del mejor Velázquez, que con pocas pinceladas obra mucho. Ejecutadas con libertad, en pocos toques compone sin rematar ni relamer los límites del protagonista, sin intención de ocultar la pintura. Velázquez el breve y el veloz. El que improvisa con cálculo, con seguridad y con arrogancia. La superficie del lienzo parece un revoltijo de pinceladas que no están coordinadas entre ellas, pero al dar un paso atrás todo está en su sitio.

Sin retóricas

Portús ha estado trabajando en los últimos tres años en sus consideraciones sobre el cuadro de este caballero desconocido hasta hoy, en el que su espontaneidad es —tal y como escribe en su informe— su mayor garantía velazqueña. Ese pelo revuelto es fruto de esa dejadez natural propia de quien mejor supo ejecutar los severos programas que la Contrarreforma propugna: verosimilitud, compostura, decoro y aproximación a lo real. De ahí que contraste el retrato con el de Juan de Pareja, un perfecto ejemplo del tipo de retrato que ha creado Velázquez, a partir de las creencias caravaggistas. Prefiere tenebrismo a las referencias retóricas, la voluntad realista y descriptiva de los rostros a la anécdota que distraiga.

La "suciedad" de Velázquez

A Portús uno de los aspectos que más le han llamado la atención es su “suciedad”. Comenta que su autor no ha buscado un acabado “muy definido”. Los límites del personaje no están definidos, “son ambiguos”. “Todo el perfil del retratado es muy dinámico. En la zona del pecho o en la parte posterior del cuello se ha diluido la transición entre el cuerpo y el fondo a base de una ancha zona clara”, escribe. Es un retrato manchado, propio de Velázquez.

"Es una obra de extraordinaria calidad, en la que su autor ha logrado muy convincentemente transmitir la sensación de que el modelo posa sentado y en la que existe una poderosa presencia de este, a lo que contribuyen tanto la eficacia con que se transmiten sus rasgos y su expresión como la escritura tan espontánea del cabello o el cuello y el uso de un fondo en el que la monocromía está matizada por sutiles variaciones cromáticas y lumínicas, que aportan dinamismo al cuadro y vivifican la figura", escribe Portús. Estos son los motivos que alega para definir la obra como "una muestra excelente de la altura a la que llegó el retrato cortesano español en las décadas centrales del siglo XVII".

El fondo, neutro, infinito. La nada. Como una sombra que corre y envuelve de manera prodigiosa los fondos de todos sus retratos. Sucede en los maravillosos Pablo de Valladolid (1635) y Menipo y Esopo (ambos de 1638). Velázquez suelta a sus personajes en medio de la nada, emergen de entre las tinieblas, como protagonistas de espacios sombríos e indeterminados, que potencian la condición humana del retratado. Es azabache descompuesto, del color del naturalismo barroco, del dogma del gesto por encima de cualquier otra distracción, de la severidad y reserva antes que la escandalosa pompa triunfal y apoteósica.

Ánimo barroco

El propio Portús ha definido al ser humano del barroco español como un individuo obsesionado por clasificar el mundo, la sociedad y la moral. El ánimo barroco, explica el historiador, encuentra en el entorno un elemento hostil, que debe ser convertido en un espacio útil, jerarquizado y ordenado. El encasillamiento era un medio para sobrevivir. Ese fondo negro no tiene parangón para encasillar y ordenar.

Juan de Córdoba fue la persona de confianza de Velázquez en su misión de ampliar las colecciones reales. En su segundo viaje el artista ya llegaba con el cargo de “ayuda de cámara”, con las funciones de “veedor” y “conttador” en las obras. A la vuelta, Felipe IV le otorga un nuevo cargo, “aposentador”. Por primera vez un pintor ostenta esas responsabilidades, un reconocimiento hacia la persona que mejor había sabido entender todas las posibilidades que se derivaban de establecer una estrecha relación entre las colecciones artísticas del monarca y los espacios físicos que acogían su presencia.

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