Muere Rafael Sánchez Ferlosio, maestro singular de las letras españolas, a los 91 años
El autor de 'El Jarama' y 'Alfanhuí' y de una amplia y original obra ensayística ganó el Premio Cervantes en 2004
Cuando en las contadas páginas autobiográficas que escribió tuvo que referirse a sí mismo, dijo que era un plumífero. Es decir, una persona que tiene por oficio escribir. Y de eso trató la vida completa de Rafael Sánchez Ferlosio, que murió este lunes en Madrid a los 91 años. Cultivó todos los géneros y, en cada uno de ellos, trabajó con la misma meticulosidad, finura y honradez. Tímido, iconoclasta, no le gustaba darse importancia, tenía un magnífico sentido del humor.
La imaginación le sirvió para construir su primer libro, Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951), un prodigio de sencillez; luego afinó el oído para recoger la lengua que se hablaba en la España de los cincuenta y la reconstruyó en El Jarama. Fue la novela con la que ganó el Premio Nadal en 1955, y con la que obtuvo fama y reconocimiento. No tardó en salir huyendo de aquello, abominando del “horror o repugnancia” que le produjo “el grotesco papelón de literato”. Así que, entre octubre de 1954 y marzo de 1955, cuenta en La forja de un plumífero, “agarré la Teoría del lenguaje, de Karl Bühler, y me sumergí en la gramática y en la anfetamina”. Fue una época intensa. “Cuando me encerraba no quería ver a nadie. Un verano —sería el del 59— en que me quedé solo en Madrid, llegué incluso a arrancar el cable del teléfono”.
Su obra dio entonces un giro radical, dedicándose sobre todo al ensayo y, un poco más tarde, a sus colaboraciones periodísticas, la gran mayoría de estas publicadas en este diario. No dejó nunca, por otro lado, de escribir pecios, esa suerte de aforismos, notas, fragmentos, citas, llamaradas, iluminaciones. Uno de ellos: “(Paisaje para Demetria) Por el lomo de la alta pared del huerto coronada con cascotes venía andando esta tarde un gatito, sin cortarse”.
Fue el segundo hijo de los seis que tuvo Rafael Sánchez Mazas, escritor y periodista y uno de los fundadores de Falange. Nació en Roma en 1927, cuando su padre estaba destinado allí como corresponsal de Abc. Se formó con los jesuitas y luego quiso hacer Arquitectura, pero pronto abandonó esa carrera para estudiar Filología Semítica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Complutense, en Madrid. Nunca fue buen estudiante, todo lo que le importó lo aprendió por su cuenta. Fue amigo, entre otros muchos, de Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos y Carmen Martín Gaite, con la que se casó y tuvo una hija, Marta, que moriría joven. Después de su separación se unió a Demetria Chamorro —con quien ha vivido hasta el último instante—, madre de Lucía y abuela de Laura, la nieta que hizo las delicias del escritor durante el periodo final de su vida.
Ferlosio no hizo nunca concesiones a la hora de escribir y era amigo de construir frases de largo aliento, llenas de subordinadas y, por así decirlo, recovecos y guiños y sugerencias. Nunca perdía el timón, aunque tampoco pretendió llegar a parte alguna. Lo suyo era ir de un sitio a otro, rumiando los asuntos recurrentes que le gustaba frecuentar: el avance arrollador de la historia que lo devora todo, las quiméricas justificaciones que se escudan en la razón o el progreso, la infatigable defensa del individuo como realidad única e irrepetible, los avatares del lenguaje, el carácter y el destino, los desatinos de las guerras. Ignacio Echevarría, responsable de la edición de sus ensayos completos, afirma que la escritura de Ferlosio es “esencialmente proteica, combina casi siempre numerosos registros (entre ellos, constante, así en sordina, el humor)” y que “se atiene siempre a lo que él mismo, tomándolo de Fernando Savater, ha señalado como ‘el principio general de la lealtad a la palabra’: Que no se hable en vano”.
No habló Ferlosio en vano. No escribió en vano. Buscó un lugar muy concreto para tomar la palabra, pegado siempre al suelo, agarrado a lo que hace vibrar y padecer a las personas (y soñar y divertirse), y desde ahí tomó la espada para combatir los falsos ídolos de nuestro tiempo. Los cuatro volúmenes de sus ensayos —Altos estudios eclesiásticos; Gastos, disgustos y tiempo perdido; Babel contra Babel y Qwertyuiop— muestran la variedad de sus intereses —el lenguaje, la historia, los clásicos, el presente más inmediato— y la hondura a la que era capaz de llegar en cada asunto. Y estaba su compromiso, un compromiso radical con la condición humana, que iba más allá de cualquier partidismo y que trascendía cualquiera de esas causas que reclaman ser publicitadas. Cuando tocaba ponerse furioso, Ferlosio se ponía furioso. Tenía una ironía que dinamitaba los débiles soportes de tantos de los discursos de los políticos y poderosos, y era muy claro. Cuando ETA sembraba las calles de cadáveres, supo desnudar su programa. “Para dar realidad a la causa y hacer verdadero su dios, nada mejor que una buena carga de hechos, y de entre los hechos, nada mejor que una buena carga de muertes”.
Tenía varias bestias negras, y cada vez que podía arremetía con todo vigor contra Walt Disney, Ortega, el fútbol o la televisión. Siguió dedicado a la narración, embarcándose en un magno proyecto, el de Historia de las guerras barcialeas, de la que resultó otra de sus grandes obras, El testimonio de Yarfoz. “Las celebraciones del descubrimiento de América”, señaló en aquel texto autobiográfico, “me obligaron a escribir Esas Yndias equivocadas y malditas, </CF>otro libelo, enojoso de leer, pero no falto de razón”.
Ferlosio obtuvo el Premio Cervantes en 2004, en 2009 recibió el Nacional de las Letras Españolas y en 2015 la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. Era tan discreto que, cuando J. Benito Fernández escribía su biografía y le pidió colaboración, se negó tajantemente. “No es nada contra su persona. Es que no soy apropiado, no tengo argumentos”, le dijo. En God &Gun, un ensayo de 2008, y a propósito de un cuadro de El Bosco, escribió: “El que patina va y viene como quiere, a la velocidad que quiere y todo el tiempo que quiere sin ir a parte alguna, pero, sobre todo, gozando corporalmente a cada instante durante el ejercicio”. Si hubiera que resumir la relación de Ferlosio con la vida y la escritura acaso sirva esa imagen del hombre que patina. Sin metas, sin presiones, deslizándose lleno de placer de un lugar a otro.
El filósofo Tomás Pollán, uno de sus grandes amigos y cómplice de sus andanzas hace ya años, habló con Ferlosio el domingo por la noche. Antes de despedirse cuenta que le recitó, en italiano, un verso de Leopardi de un poema titulado El infinito: “Y me es dulce naufragar en este mar”.
Babelia
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