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“Mozart es el hombre de mi vida”

La concertista Anne Queffélec actúa en Madrid dentro del ciclo ‘Las mejores pianistas del mundo’

Álex Vicente
La pianista francesa Anne Queffélec, durante un concierto en Nantes, en una imagen de archivo.
La pianista francesa Anne Queffélec, durante un concierto en Nantes, en una imagen de archivo. FRANK PERRY (AFP)

A Anne Queffélec (París, 1948) no le gusta que le aplaudan. Lo tolera, e incluso agradece, al final de sus conciertos, pero nunca entre una pieza y la siguiente. Esta gran pianista lo compara con la idea de interrumpir un largo viaje realizando innecesarias paradas en cada estación. Dos años después de rendir homenaje a su admirado Erik Satie en los Teatros del Canal, Queffélec regresa a Madrid para participar este martes en el ciclo Las mejores pianistas del mundo, con el que la Fundación Scherzo se esfuerza en alcanzar la paridad en su programa de conciertos. Desde el escenario del Auditorio Nacional, Queffélec interpretará obras de Bach, Scarlatti, Chopin, Debussy y Haendel, antes de terminar con la Sonata nº13 de su idolatrado Mozart.

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“Para mí es más que un dios. Siempre digo que es el hombre de mi vida”, sonríe la pianista, en las antípodas del estereotipo misógino de la diva, en la austera casita con jardín a la que llama hogar, situada en un callejón discreto de un barrio poco transitado al este de París. “Mozart se parece a esos grandes escritores rusos, como Chéjov o Tolstoi, que logran entrar en el alma humana y describir cada uno de sus estados. Demuestra una empatía y una ternura hacia sus semejantes en la que me reconozco”, afirma la pianista. Queffélec admite tener comportamientos que tildarían de excéntricos. El otro día detuvo a unos desconocidos en la calle para comentar “el bonito color que tenía la Luna”. Y cuando observa a alguien leyendo en el metro, siempre se acerca a preguntarle por el argumento del volumen que tiene entre las manos.

Solicitada por escenarios y orquestas de todo el mundo, esta pianista de origen bretón despuntó al ganar el primer premio de piano y de música de cámara en el Conservatorio de París a los 18 años. Más tarde, se formó en Viena con el maestro Alfred Brendel y ganó los concursos de Múnich y Leeds, premios que lanzarían su carrera. Si nunca sintió la vocación desmedida de algunos de sus compañeros de promoción, Queffélec escogió el piano porque con él lograba expresar lo que podía decir con palabras. “La música revela una realidad invisible”, afirma. La compara con un conocido cuadro de Goya que descubrió en el Prado, ese Perro semihundido rodeado de un fondo preabstracto, en el que distingue esa dimensión desconocida que cree que convive con el mundo material. Si se dedica a esto, es para poder vislumbrar ese reino misterioso. “No sé cómo uno puede hacer música con toda su alma sin creer en algo. No hace falta llamarle Dios, pero en este oficio siempre veo una voluntad de trascendencia”, opina la pianista.

Queffélec nació en una casa que parecía “una cueva prehistórica”. En ella solo había libros. Su padre fue el gran escritor Henri Queffélec, al que algunos inscriben en el regionalismo literario. Y su hermano, el exitoso novelista Yann Queffélec, ganador del Premio Goncourt. A ella también le tentó la literatura, sin la que no podría sobrevivir. La pianista cree que el frugal entorno en el que transcurrió su infancia benefició sus aspiraciones artísticas. “La modernidad era vista con gran suspicacia por mi padre, porque la consideraba nefasta para la vida intelectual y espiritual. Retrospectivamente, no me quejo. Creo que me dio armas para resistir a ciertas invasiones de la vida moderna”, admite. Hoy vive sin pantallas a su alrededor, consciente del exotismo que eso supone. “El cambio respecto a mi juventud ha sido vertiginoso. Se ha producido un desarrollo frenético de la comunicación, de la puesta en escena del yo. La autocelebración y la competición entre músicos siempre han existido, pero no de la misma manera”, asegura. 

Profesora de piano durante décadas, Queffélec considera que un niño melómano lo tiene mucho más difícil que ella para desarrollar su pasión, porque la competencia de la cultura del entretenimiento es mucho más feroz que durante su niñez. También la noción de disciplina se ha transformado a causa de la evolución de la pedagogía. “Los padres dicen que no quieren forzar a sus hijos a aprender música, pero yo creo que sí deberían hacerlo”, dice la pianista. “De la misma forma que a un niño no se le pregunta cada mañana si quiere ir al colegio, tampoco se le debe preguntar si le apetece tocar música. No creo que sea una cuestión de ganas”. Con sus dos hijos acordó que sería obligatorio tocar un instrumento hasta los 14 años. Después, serían libres de decidir si querían parar. Aunque, al llegar la adolescencia, Queffélec admite que hizo trampas. Sentía que el mayor tenía talento, pero él prefería jugar a tenis. “Le escribí una carta diciendo que cuando fuera mayor lo lamentaría”, reconoce. Hoy es pianista profesional.

La espectacularidad adquirida por los intérpretes de música clásica tampoco convence a una pianista que defiende “la humildad” por encima de todos los valores, pese a ser consciente de que se trata de “una palabra muy pasada de moda”. No le gusta que, encima de un escenario, el intérprete sobresalga respecto a lo que toca. “Por ejemplo, que una mujer use su feminidad y su sex appeal sobre el escenario me parece bien, pero a veces desvía la atención del auditor, que se convierte en espectador. Y, para mí, un concierto nunca debe ser un espectáculo. La misión no es agradar al ojo sino al oído”, concluye esta mujer con poesía al borde de los dedos.

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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