Bastille o los inconvenientes de la perfección
Los británicos despliegan en Vistalegre su correcta sucesión de himnos, pero olvidan que la música también debe arañarnos
Por alguno de esos misterios que convierten en insondable, por fortuna, el comportamiento humano, Bastille es una banda diseñada para reventar estadios que no consigue materializar ese objetivo en suelo peninsular. Son cordiales, afables y aseados; manufacturan himnos como si la apoteosis fuese una circunstancia consuetudinaria y aderezan su repertorio con toda la sal y pimienta de las canciones concebidas bajo la matemática del éxito. Pues bien, su desembarco de este jueves en el Palacio Vistalegre, en una noche tan correctísima que le faltó algo de grasa y arruga, se saldó con los brincos entusiastas de 3.600 aficionados, cifra que no alcanza ni la mitad de cuantas almas puede albergar el recinto.
Digamos antes de nada, porque es noticia (de las buenas), que Vistalegre exhibió la noche de este jueves un sonido extraordinario, frase que después de tantas jornadas negras habíamos perdido la fe en llegar a escribir. Pero las deficiencias, que han llegado a ser entre evidentes y sonrojantes, han propiciado por fin una inversión seria y la inclusión de este espacio, por primera vez, entre los lugares donde merece la pena pagar una entrada por asistir a un concierto. Y siendo los londinenses unos muchachos tan propensos al discurso bombástico, aprovecharon las circunstancias favorables para envolvernos con un muro sonoro sencillamente abrumador. La pena es que ni la perfección ni los decibelios bastan para arañar la piel, para sentir que la música nos está hincando la uña.
El cuarteto, que crece a quinteto sobre las tablas, opta por un escenario diáfano y una escenografía poco aparatosa, inspirada en la candorosa tecnología digital de los años ochenta. Queda así el camino despejado para fijarse en lo que de verdad importa: el repertorio, el sonido, las complicidades, la comunicación. Dan Smith, líder indiscutible del cotarro, es un tipo cabal y próximo (“¡Disculpad, mi español es una mierda!”), pero solo limitado en los medidores de carisma. No podemos decir una sola palabra sobre él en clave de reproche. Tampoco hay manera de sentirnos seducidos, engatusados, predispuestos al flechazo. Es correcto, canta bien, salta mucho, pide palmas. Pero lo del embrujo queda para mejor ocasión. Ni siquiera apetece del todo adoptarlo como placer culpable. Porque no sentimos culpa, pero tampoco gustirrinín.
Los dos discos que hasta ahora ha concebido Bastille alcanzaron lo más alto de las listas inglesas. Es un mérito incontestable. Sus escuchas les colocan entre los 35 artistas mundiales más seguidos a través de Spotify, otro hito superlativo. Anoche desplegaron el menú completo: fuerte presencia de sintetizadores, ráfagas de percusión electrónica, armonías vocales procesadas, algo de vocoder. Son perfectos. Les falta ser memorables.
Y lo intentan. Things we lost fue una orgía de tambores para terminar brincando con el puño al aire. Smith nos invita en The currents a que extendamos sin disimulo el dedo corazón hacia el cielo para que a Donald Trump y Nigel Farage, ideólogo del Brexit, les quede clara la opinión que nos merecen. Incluso Blame empieza con un aire robótico prestado de Depeche Mode, aunque el afán por el estribillo desmesurado acabe chafando las buenas intenciones.
World gone mad sirvió para presentarnos a la jovencísima Akine, una chavala de 18 años que resultó ser estupenda una vez que entre ella y los músicos se aclararon con la tonalidad. Y aún más prometedor pareció Lewis Capaldi, cuyo timbre recuerda un poco en Bad blood a Jackson Browne, lo que eleva las expectativas de cara a su desembarco solista de octubre.
Quedaba el festín final de Pompeii, claro, aunque Happier y, sobre todo, Goodgrief, con su falsete de soul blanco, parecen mejores exponentes en el discurso del bueno de Daniel. La banda ha anunciado que tendrá nuevo disco, Doomdays, más pronto que tarde, y parece poco arriesgado pronosticar una nueva avalancha de llenazos isleños. Falta discernir si Smith descubre de esta los inconvenientes de la perfección y se anima al vértigo de la curva.
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