OT 2018: Algo de circo, mucho de variedades
Solo Natalia, con personalidad y agallas, se salva en la arcadia feliz de esta nueva promoción de la Academia, siempre más pendiente de Instagram que del discurso musical
La opinión parece unánime en todos los sanedrines, desde los sesudos ciberopinadores a los mejores grupos de WhatsApp: la añada 2018 de OT (Operación Triunfo) no ha sido, vaya por Dios, tan próspera como su antecesora. O, dicho de otro modo, en la promoción de 2017 figuraba Amaia y en esta no, así que debemos conformarnos con la buena apariencia, la uniformidad y la medianía. Pero a estas planicies musicales, a fuerza de sumar centenares de horas de emisión televisiva, no les faltan adhesiones. 14.900 almas, cifra impactante sí o sí, convirtieron ayer en hervidero el estreno absoluto para la nueva gira de la muchachada catódica, adjetivo que a estas alturas del partido se pronuncia “instagrámica”. Así son las reglas del juego en un espectáculo que tuvo poco de teatro, algo de circo y mucho, muchísimo de variedades.
No todo es irrelevante en el universo OT, qué va. Por lo pronto, este año los querubines debutaron en el WiZink Center, un pabellón con todos los honores, mientras las pobres criaturas de la temporada pasada tuvieron que apañárselas en ese museo de todos los horrores y cacofonías que es el Palacio Vistalegre. El espectáculo se desarrolla con precisión de observatorio astronómico, sin un solo lapso entre actuaciones y unos razonables 136 minutos para una avalancha de 39 canciones, prueba de fuego para cualquier acompañante que quiera certificar el amor incondicional por su pareja o retoño adolescente. Y todos los integrantes del elenco, todos, son monísimas y monísimos, lo que refrenda el escrupuloso rigor musical seguido para el proceso de selección.
Es fácil identificarse con alguno de estos teóricos talentos emergentes, que para eso son jóvenes, fotogénicos y cantan bien. Lo difícil es distinguirlos, barruntar algún rasgo de personalidad, disociarlos de la recurrente sensación de que asistimos a un karaoke de alto presupuesto. Hay excepciones y todo se andará, pero por ahora los chiquillos coleccionan tics miméticos y movimientos a veces más envarados que coreografiados: parecen estar buscando la cámara en vez de a ese público multitudinario que les contempla delante de sus narices.
Las variedades, como saben varias generaciones de telespectadores de los sábados por la noche, se construyen a partir de tópicos. Por eso la selección
del repertorio es de una predecibilidad desesperante. En el menú hay pop latino (el venezolano Alfonso de la Cruz lo maneja bien), baladas de divas, algún guiño al pijerío de Pompeii y banderita en la pulsera (Las chicas cocodrilo), una escala en la banda sonora de La La Land (¡claro!), uno de esos enfáticos himnos colectivos que invitan más al sonrojo que al pálpito (Somos) y hasta una de Michael Bublé, que para eso es la sublimación del artista de casino.
En cuanto a los disparates, ay, mejor pasar de puntillas. Hay tanta autenticidad roquera en el Rock ‘n’ roll boomerang (Miguel Ríos) de Dave como coleguitas gais en la agenda de Santi Abascal. Y tantas calorías en el Respect de Noelia y Alba como en una crema de berenjenas con crudités. Se trata de un proceso parecido de liofilización, por cierto, al que experimenta September (Earth, Wind & Fire) cuando cae en manos de Marta y Famous.
Pero con tres docenas largas de propuestas, aunque solo fuera por una cuestión de probabilidades estadísticas, hay algún resquicio para la anotación esperanzada. África sueña con compartir algún trocito de código genético con Amy Winehouse cuando se acerca a God is a Woman, de Ariana Grande. A Julia sí se le intuye una voz personal y hermosa, aunque la aboquen siempre a ese trilladísimo aire aflamencado. Y Damion, que un año atrás cantaba en la calle Preciados, al menos tiene las santas narices de defender con la guitarra acústica y en soledad una muy correcta versión de Give me love, aunque será fabuloso el día en que las académicas mentes pensantes descubran la existencia de otros cantautores además de Ed Sheeran. De hecho, la siguiente irrupción de Damion, compartida esta vez con África, fue Perfect, con el mismo remitente pelirrojo. Pero el arrobamiento de la parejita contribuyó a que prendieran las llamas del delirio en el graderío.
Y así, la única figura auténticamente esperanzadora resulta ser la de Natalia, que le echa arrestos a Seven nation army y se atreve a mirarse en el espejo de Florence Welch para una notable The scientist (Coldplay), sola al piano. “Quiero pedir perdón a todos los pianistas de España”, anotó con humor al finalizar, un gesto autoparódico que la diferencia de los aburridísimos parlamentos de sus compañeros, plagados de “los sueños se hacen realidad”, “preparad los pañuelos”, “para esto no hay palabras” y demás greatest hits de la oratoria vacua.
En contraste, Alba no parece entender Llorona, que en su voz podría retitularse Gritona, a tenor de cómo transforma en hierática una pieza tradicional conmovedora. Igual escuchar la versión de Lila Downs le haría bien para la próxima. Y más incomprensible aún se antoja el triunfo en el concurso de Famous, solo entonado en Feel it still (junto a Natalia) y que rebaja Uptown funk, la fabulosa inyección rítmica de Mark Ronson y Bruno Mars, a un monumento a la inapetencia.
Faltaban aún los bises, en los que Miki suministra La venda, nuestra baza eurovisiva de este año: esa cosa de letra balbuceante que es a la verbena y el folclor balcánico lo que el tintorro recalentado a la enología. Pero todo sirve en la arcadia de Operación Triunfo, ese paraíso de los cantantes guapos que se profesan amor duradero y nos convencen, Coldplay mediante, para gritar un sonoro “Viva la vida”. Veremos qué tal les marchan las cosas cuando pongan un pie fuera de ese feliz microcosmos.
Babelia
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