Las magas saben
Maria de Medeiros se convierte en la niña de 'Un amour impossible' en el Lliure
Ante Maria de Medeiros, tantos años después, de repente convertida en la niña de Un amour impossible, la oscura tarde del pasado domingo, en el Lliure. Volví a ver a la cría de J’ai faim, j’ai froid, de Chantal Akerman, y luego fue imposible no verla como la joven judía de Elvire Jouvet 40, ardiendo junto a Clevenot, en 1986. Aquella función fue su lanzamiento. Y aquellos fueron grandes años para ella, en teatro y en cine. Un reto tras otro, un triunfo tras otro. Zazu, el musical de Savary, en Chaillot, en 1989. La Rosaura de La vida es sueño, dirigida por José Luis Gómez en el Odéon de Pasqual, en francés, en la primavera de 1992. Parecía siempre idéntica, como si no pasara el tiempo. Eso me dijo Charles Berling aquel verano, tras aplaudirla en Seaside, de Marie Redonnet, y tenía razón. Que me aspen si sé de qué iba, pero ella estaba sensacional, parecía una criatura de Tennessee Williams. O de Jane Bowles. En Aviñón, surcando en escena aquel Mistral incendiado.
Luego, de repente, está el zambombazo internacional, Pulp Fiction, aunque eso ya pertenece hasta cierto punto al presente. Pero hoy quiero hablar de los mágicos regresos a la infancia y la juventud, como la otra tarde, en el Lliure. Maria de Medeiros y Bulle Ogier son madre e hija en Un amour impossible, sobre la novela (y la tragedia) de Christine Angot, dirigida por Célie Phaute. La Medeiros es Christine. Y Bulle Ogier es Rachel, la madre pobre, deslumbrada por un canalla que simplemente ha leído muchos libros. Ogier tiene 79 años. Yo quería imaginar a Rachel en su juventud porque recordaba a Rosemonde, en La salamandra, de Alain Tanner. Quería verla así porque a veces aviejan demasiado a las actrices mayores para que sus hijas de ficción parezcan verosímiles. La conexión me sacudió en la escena del restaurante. La parte en la que están juntas de nuevo, tratando de salvarse, de escapar del silencio. Me gusta mucho la Christine de Maria de Medeiros volviendo a ser niña, y también Bulle Ogier como la Rachel última, envuelta en ese silencio culpable, que guardó porque no podía creer en aquel incesto. Peor: porque pensó que nadie la creería. Ese brutal silencio entre madre e hija, que es el eje de la obra y solo llega plenamente destilado en el tercio final. Y luego el puente de palabras. De puente a puente, pensé en Le Pont du Nord, la película de Jacques Rivette que coescribieron, entre otros, Bulle Ogier y su hija Pascale, aquella dulzura que murió en 1981 de un ataque al corazón. Veo a Bulle y a Pascale Ogier viajando atrás en el tiempo, jugando de nuevo en el puente, preservadas en la escena casi durasiana del restaurante. Por un instante extraordinario, Bulle/Rachel vuelve a tener los ojos de la salamandra. Y Pascale/Christine, la mirada riente de Maria. En el teatro siempre es río arriba. ¿Cómo explicarlo? Las magas saben.
Babelia
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