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El hombre que fue jueves
Columna
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Aprendizajes

Detecto a un artista de primer orden cuando veo que se sitúa en permanente disposición de aprender

Marcos Ordóñez

Detecto a un artista de primer orden cuando veo que se sitúa, como Alberto Conejero, en permanente disposición de aprender. Quedamos para charlar y le pregunto solo dos cosas, pero sus respuestas, sencillas y profundas, podrían llenar páginas. Quiero conocer algo de lo que ha aprendido dirigiendo su obra La geometría del trigo, que acaba de ensayar y estrena en el Valle-Inclán el 6 de febrero. “Con Geometría – me dice – sentí la pulsión de dirigir, porque quería acompañar ese texto hasta el escenario. Y porque tenía más tiempo para probar y equivocarme”. En Cuarta Pared estuvieron cinco meses como compañía invitada y pudieron mostrar el material en estado intermedio. El CDN los vió y le llamó.

“Sabía que tenía seis cómicos con un nivel enorme de oficio y compromiso, que dijeron que no a otras ofertas. Sentí que había cambiado como dramaturgo. En la función hay melancolía con ribetes de humor. Y creo que se ha equilibrado esa tensión que siempre tenía entre lo poético y lo dramático. Y he aprendido, ante todo, que muchas veces entre actor y autor solo hay una letra de diferencia”. Le pregunto qué ha sido lo más gozoso. No tarda en contestar. “Hay una gran alegría cuando de una vez entiendes que detrás de tu escritura tiembla el teatro pero todavía no lo es, y a menudo eso lo percibes casi como un primer espectador. E, insisto, gracias a la generosidad de una compañía que te da tiempo para jugar y te permite no saber. El placer de decirles: ‘Yo no sé todavía cómo es esta obra. Vamos a buscarla haciendo teatro’. Descubrí, por ejemplo, que la aparición de un fantasma podía hacerse desde lo cotidiano: dos personajes sentados en un banco. Y al escribirlo no se me había ocurrido”.

La segunda pregunta tiene que ver con las enseñanzas de Lluís Pasqual, que ha dirigido en el Español El sueño de la vida, su valiente diálogo con Comedia sin título, la pieza inacabada de Lorca. “Para mí es mucho más que un director: es una escuela de teatro. Un maestro y un referente absoluto. Muchos le debemos nuestra vocación. Me revuelven esos que juzgan a un autor o un director por su edad. Viví la fuerza de Pasqual día a día durante los ensayos de Medea en el Lliure, con la Vilarasau. Su generosidad estaba en su mirada, atento a lo que todos sentían. A veces decía una frase y tenías que correr a apuntarla porque sintetizaba años de experiencia. Y luego vino El sueño de la vida. Te enseña cómo respira la función, porque texto y función son cosas muy diferentes. Es como un director de orquesta: lee una partitura y ya sabe como suena. A veces cierra los ojos y escucha, y ve la función dentro de sí. Se desvive por el teatro. Es un hombre que no ha perdido un átomo de la pasión por el oficio. Es un ejemplo de lucha. Y de enseñanza: cada vez va más hacia lo esencial. Ha sido un regalo trabajar con él”.

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