Dulce Pontes, la fadista que no quiere atenerse a la norma
Impresiona pensar en que la devota de Amália Rodrigues alcanza 30 años de carrera, cada vez más a su aire
Hay aniversarios que no atañen solo al artista, sino también a quienes toman posesión de sus butacas en la platea. Cumple Dulce Pontes sus primeros 30 años sobre las tablas con un espectáculo de nombre hermoso (Peregrinaçao), y resulta imposible sustraerse al recuerdo de aquella jovencita que a principios de los noventa, tímida pero no exenta de arrestos, soñaba con la herencia de Amália Rodrigues. Ah, y a quien las mentes más puritanas aún reprochaban su participación eurovisiva, otorgando la condición de categoría a lo que no deja de ser una anécdota propia de la edad.
Esta Dulce Pontes de hoy no solo está lejos de los festivales televisados, sino también de los hitos de la canción tradicional. Por eso transita a lo largo de un camino tan propio que no precisa de GPS ni despliegue de señales indicadoras. No es Dulce fadista al uso, desde luego, pero tampoco se circunscribe a las músicas del mundo ni a eso que los angloparlantes denominan crossover. Y no deja de tener encanto una mujer que, tres décadas después, aún parece inaprensible a las definiciones.
Pontes se debe de haber fatigado un poco de tanto llorar fados a la vieja usanza. Por eso no hace escala en Lágrima o en algún otro título ajustado a los paradigmas. Hay un punto de desconcierto en toda esta reordenación estilística, y ello explica que el Circo Price no se llenara en esta importante entrega del Inverfest, puesto que las próximas escalas españolas de Dulce habrán de esperar a junio. Pero conservar 1.350 correligionarios, tantos años y reajustes estilísticos después, no deja de merecer asombro.
Porque la diva de Montijo, a un paso de ser cincuentenaria, ha decidido no ajustarse nunca más a la norma. Abrió este miércoles en el Circo Price con letra en inglés y el acompañamiento heterodoxo de violoncello y saxo soprano. Vestía capa rojinegra, también alejada del canon textil. Y alardeó durante los primeros minutos de pianista óptima, una condición extraordinariamente inusual en el gremio. No fue lo suyo un recital de fado, sino quizá de algo que podríamos radiografiar como canción contemporánea de cámara.
El discurso pudo resultar a la postre disperso, desubicado, en una frontera difusa entre la canción popular y una new age etérea a lo Loreena McKennitt (pero, eso sí, sin arpa). Meu amor, versión lusitanisada del segundo movimiento del Concierto de Aranjuez, se antoja pomposa, enfática, ampulosa, quizá porque la mesura es la gran asignatura pendiente de Pontes en estos 30 años de graduación.
Mejor marcharon las cosas a la altura de Soledad, un inédito de Amália Rodrigues ante el que parece imposible permanecer inmutable. “Perdóneme, Amália, si no lo hago bien”, murmuró una oficiante en pose reverencial, conjurada contra las objeciones de los más remilgados. Y aquello terminó resultando el momento más intenso y cabal, aunque solo hubiera una guitarra como acompañamiento. Para que a cada cual se le erizase la parte del cuerpo más propensa a tales efectos
Pontes sigue antojándose una intérprete de picos y valles, solo que ahora al menos no la tenemos por habitual en el Casino de Estoril. Patinaron sus lecturas finales de Senhora do Almortão (José Afonso), demasiado agarrotada primero y desaforada al término, y de La leyenda del tiempo (Camarón), que también transita de lo hierático a lo vocinglero, como si la artista no tuviera siempre claro por dónde meterle mano a semejante clásico.
Nos quedaremos con que Cançao do mar, su título más representativo y reconocible, ha ganado en énfasis y prosopopeya. Mejor eso que el patrioterismo solemne y pomposo de Amor a Portugal, único bis de la noche y colofón dudoso para una noche irregular, pero emotiva. Ha habido aproximaciones y desencuentros, sin duda, pero los aniversarios permiten reflexionar sobre los muchos años vividos juntos.
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