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EL INMADURO
Columna
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Trabajo

Ponemos palabras en un papel, eso hacemos los escritores. Al final siempre nos acaban llamando, porque nadie sabe muy bien qué es en verdad una autopista, un avión o un viaje espacial

Manuel Vilas
Autopista  Supersur, en el País Vasco.
Autopista Supersur, en el País Vasco. Luis Alberto Garcia

No construimos autopistas. No hacemos casas. No diseñamos automóviles. No fabricamos tornillos. No descubrimos planetas. No inventamos ninguna nueva aplicación de Internet. ¿Qué hacemos en este mundo? Ponemos palabras en un papel, eso hacemos los escritores. Siempre me ha obsesionado la escasa materialidad de nuestro oficio. Suerte de que los libros al menos son objetos. El siglo XX fue el siglo de la materia, de lo corpóreo, de la industria, de los objetos contundentes. A los escritores nos fueron arrinconando en eso que se acabó llamando las industrias del entretenimiento. Los libros hace mucho que dejaron de ser revolucionarios. Ni siquiera la ciencia está cambiando el mundo. Lo está cambiando la tecnología, que es una excrecencia populista de la ciencia. Somos un legado de millones de páginas escritas, desde Homero, desde Platón, desde Aristóteles, hasta Kafka. Filosofía, poesía, novela, teatro, historia, ciencia, arte, libros y más libros. ¿Quién leerá todo eso en el futuro? Pero sin nosotros, para qué sirven las autopistas, los aviones y los viajes espaciales. Al final siempre nos acaban llamando, porque nadie sabe muy bien qué es en verdad una autopista, un avión o un viaje espacial. Nosotros acabamos explicando las cosas que ellos hacen, eso me digo a mí mismo en mis días optimistas. Y está el cine, que es una forma de literatura. Y está la música popular, que es una forma de poesía. Y está la vida, que es un misterio. Ese es nuestro negocio: el misterio de la vida. La naturaleza negará siempre a la ciencia la revelación del misterio de la vida. Porque la naturaleza ama a los poetas, y no quiere dejarnos sin trabajo. Ayer paré mi coche en un área de descanso, en mitad de una autopista. Salí del coche y me quedé mirando la prodigiosa forma de mi automóvil. El sol brillando sobre la chapa. No había nadie en el área de descanso. Era mediodía, con mucha luz, con la luz de la sierra madrileña. Me senté en un banco de madera ajada. Y veía pasar los coches, y veía el sol moverse lentamente. Comenzaron a pasar camiones llenos de cargamentos necesarios, urgentes e inopinables. Pasó una ambulancia, con la sirena a toda pastilla. Pensé en la gente que fabrica y perfecciona esas sirenas retumbantes. Me pareció que el trabajo de fabricante de alarmas para ambulancias era infinitamente más importante que el mío. Pasó un tráiler con una hélice gigantesca, una de esas hélices para los molinos generadores de electricidad. Le hice una foto con mi teléfono móvil, veinte millones de megapíxeles. Luego pasó un deportivo, creo que era un Maserati. Y muchos coches vulgares, claro. Coches anodinos. El mío no lo es, porque tiene la personalidad que emana de sus abundantes abolladuras, sus rayas oxidadas, su espejo retrovisor vendado con cinta adhesiva. ¿A qué me dedico yo?, seguí pensando mientras iba cayendo la tarde. Me di cuenta de que no había comido nada. Tal vez para un tipo que tiene un trabajo como el mío su destino natural es el ayuno. 

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