El pintor de los escritores
De Thomas Bernhard a Melania G. Mazzucco pasando por Sartre, el volcánico Tintoretto siempre ha sido una mina para la literatura. Ahora se cumplen 500 años de su nacimiento
“Venecia”, escribió Paul Morand en 1929, “es la ciudad más cara de Italia, pero sus verdaderos placeres no cuestan nada: cien liras el vaporetto desde el Lido hasta la estación en el accelerato, es decir, en el servicio más lento”. Las cosas han cambiado pero no tanto. Aunque ya no hay liras, Venecia sigue siendo un lugar que hace las cosas a su aire, por ejemplo, contar el tiempo. Morand mismo recordaba que la Serenísima llegó a tener su propio calendario: empezaba el 1 de marzo y contaba los días a partir de la puesta de sol. Tal vez por eso el día de Reyes inauguraron el Año Tintoretto clausurando la gran exposición de su quinto centenario. Por extravagancia secular o porque nadie está seguro de si Jacopo Robusti nació en 1518 o en 1519, abrieron esa muestra del Palacio Ducal en septiembre y dentro de dos meses podrá verse de nuevo en la National Gallery de Washington.
Aunque el medio centenar de lienzos de la exposición es un hito difícil de repetir, Tintoretto seguirá siendo un artista ligado a la infinidad de iglesias venecianas que albergan a esta hora sus gigantescos cuadros y, sobre todo, a la Scuola Grande di San Rocco, su capilla sixtina. “Hasta que no se ha visto a Tintoretto no se sabe de qué es capaz la pintura”, escribió Virginia Woolf después de recibir la misma impresión que colegas suyos como John Ruskin o Henry James, que tuvieron que verlo en las paredes de San Giorgio Maggiore o en las de la Madonna del Orto para rectificar su juicio sobre una obra monumental que Picasso llegó a calificar de “cine barato”.
Aunque otros pintores —El Greco, Velázquez, Turner o Cézanne nada menos— lo tuvieron en altísima estima, Tintoretto siempre fue un filón para los escritores. A unos los cautivó la leyenda del indomable rechazado, supuestamente, por el mismísimo Tiziano; a otros, su carácter guerrero. A donde no llegó Jean-Paul Sartre —que le dedicó un par de ensayos y amagó con escribir una novela sobre él— llegaron dos autores tan distintos como Thomas Bernhard y Melania G. Mazzucco. El primero, tan ácido como el propio pintor, publicó en 1985 Maestros antiguos (Alianza. Traducción de Miguel Sáenz), la historia de un crítico musical que acude a diario al Kunsthistorisches de Viena para contemplar El hombre de la barba blanca de Tintoretto, a su juicio, la mejor obra del museo. ¿Por qué? Porque ese retrato se ha resistido durante décadas a su inteligencia y a sus sentimientos. Mazzucco, por su parte, publicó en 2008 La larga espera del ángel (Anagrama. Traducción de Xavier González Rovira), que narra en primera persona los últimos días del artista, la novela familiar de Saturno devorando a sus propios hijos mientras el aire se vuelve irrespirable, algo así como el Cormac McCarthy de La carretera reescribiendo Memorias de Adriano. El mal genio cumple 500 años.
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